El pasado sábado, en su columna semanal del suplemento cultural del ABC (“Comunicados de la tortuga celeste”), Andrés Ibáñez sacó a la palestra una invectiva contra el microrrelato que ha levantado ampollas (pocas, no vayan a creer). Una golondrina no hace verano, pero el texto del excelente novelista, ya sea por su intención provocadora y su tono mordaz, ya sea porque se suma a otras incrédulas voces recientes (la de José Luis García Martín o la del mismísimo Javier Marías) o porque simplemente resulta fácil atacar a uno de esos autores secretos cuyo reconocimiento social nunca sonrojará al que le impone las orejas de burro, ha espoloneado hasta tal punto a las hordas de microrrelatistas (reconozcamos ya que es difícil encontrar lectores puros de microrrelatos) que han hecho piña y cruzada común en blogs cómplices (con piel de condescendientes) para proferir graves descalificaciones, por torpes, infundadas y hasta soeces, hacia el autor y su obra (¿por qué no lo harían contra Javier Marías?).
Aunque hemos declarado en varias ocasiones nuestra admiración por Andrés Ibáñez, no son la conmiseración o el revanchismo los que nos mueven a recoger su testigo. Esa segunda parte de las polémicas en la que aparecen el “y tú más” o el “rebota, rebota y en tu culo explota” (véase, en este sentido, la réplica del profesor Fernando Valls aquí), tan rentable para sumar lectores y desintegrar en la polvareda de la porfía las razones de la misma, no encaja con nuestro estilo (así nos va) ni casa con nuestra credulidad: al parecer, Fernando Vals le presenta libro a Andrés Ibáñez el próximo mes en Santander. A nosotros lo que nos interesa es hablar de mineralismo, por eso quiero retomar los dos argumentos principales con los que Ibáñez cuestiona (en el reducido ámbito de una columna) esa fórmula narrativa tan de moda que viene siendo el microrrelato.
Los microrrelatos “no son un género narrativo”, sostiene el autor de El mundo en la era de Varick; no son literatura, no son nada, añade también iracundo, aunque luego atenúa la fuerza del último axioma con las excepciones de rigor. El microrrelato no es un género narrativo. He aquí el cogollito teórico. Negar su estatuto genérico supone negar (con perdón de Benedetto Croce) su nombre, su identidad. Pero, ¿podría ayudar a los microrrelatistas alguna de las teorías sobre los géneros literarios? Veamos.
Desde una concepción clásica, ciceroniana, del género como forma artística ideal, parece claro que no se puede justificar su singularidad. Por los medios, por los objetos y por los modos de imitación, el microrrelato simplemente hermana con el género narrativo. Tampoco la modalidad, el estilo o el decoro lo ayudan a distinguirse. Aunque siempre se podrá replicar que tampoco el cuento se diferencia así de la novela. Vale. Sigamos.
¿Nos ayudará Brunetière (dejemos a Hegel para luego), su teoría evolucionista y positivista de los géneros, cómoda y rentable para la industria y el mercado del libro, a singularizar el microrrelato? Para comulgar con esta opción, habría que consentir que el género ha tenido, que tiene, una evolución histórica, porque como una “especie” más de la Naturaleza está sometido a un proceso de diferenciación.
Los teóricos del microrrelato (los hay, aunque los microrrelatistas furibundos, con sus tristes argumentos, los conviertan en leyendas urbanas) afirman la mayor. Y esgrimen varios argumentos, cada uno de ellos con sus correspondientes dificultades, para justificar la evolución del género. A favor de su abolengo, se sostiene que el microrrelato hunde sus raíces en la noche de los tiempos de todas las civilizaciones. Sin duda, este es el argumento más laxo. En primer lugar, porque los ejemplos que se aducen subrayan precisamente la característica más inestable del microrrelato: su carácter híbrido, su talante de cajón de sastre (la mayoría de esos ejemplos son aforismos, cuentos populares, chistes, poemas en prosa…). En segundo lugar, porque la casta, por ilustre que sea, no implica, per se, la evolución (trabajo con gitanos). Parece claro, por otra parte, que el microrrelato (tal y como se nos vende) es un invento moderno.
En este sentido, también los teóricos han querido afinar más y, en el ámbito de la narrativa hispánica, han establecido unos claros inicios: la antología de Bioy Casares y Borges, Narraciones breves y extraordinarias; o, quizás con más tino, como hace José Mª Merino (la defensa más cabal del microrrelato, y creo que esto revela la naturaleza del asunto, la han hecho los escritores de cuentos), se ha situado el nacimiento del presunto género en el Modernismo, cuando Rubén o Julio Torri heredan el furor experimentalista del modernismo francés. Kafka sería el motor del microrrelato occidental contemporáneo.
“Honorables inicios”, como dice A. Ibáñez. Pero hay que convenir con él (con su elipsis, en este caso) en que de nada sirve fijar una evolución si no hay una “especie” que la sufra. Con lo que llegamos a la cuestión principal: ¿Qué diferencia al microrrelato del cuento? ¿Qué lo convierte en una forma narrativa singular?
Su extensión, es la respuesta fácil, obvia. Sin embargo, nadie duda de que este es un criterio muy pobre; a mí me cuesta admitir, por ejemplo, como hace Lagmanovich, que La migala de Arreola o Continuidad de los parques de Cortázar –cuentazos– sean microrrelatos. La estructura interna, la función de los diálogos, la importancia de los finales abiertos o cerrados, la esencialidad, su proximidad con la lírica, la importancia de la metaliteratura…; todos los aperos narrativos que se quieran alegar a la causa son los mismos que caracterizan al cuento.
No encuentro argumentos taxonómicos, histórico-evolutivos ni técnicos que me convenzan de que el microrrelato es un género narrativo. El propio J. Mª. Merino defiende el género mientras afirma que
Uno de los problemas de la denominación viene en la dificultad ontológica, del propio ser. La verdad es que no sabemos. Podemos decir que son pequeñas piezas escurridizas.
¿Es que habrá entonces razones de otra índole? ¿Quizás desde el punto de vista creativo supone el microrrelato una “invitación a la forma” y por tanto, con Claudio Guillén, debemos admitir parcialmente su entidad genérica? Esta respuesta es algo más compleja y con ella nos acercamos al segundo argumento de Ibáñez, en el que reside el verdadero motivo de la pandemia.
Para responder a esta cuestión, rescatemos a Hegel y al formalismo ruso. Desde una perspectiva romántica, los géneros literarios son formas concretas de conocimiento mediante las que se representa de manera simbólica el ideal de belleza de una época. Sin duda, el mito del microrrelato (Ibáñez dixit) se ve avalado por esta óptica: su extrema brevedad, su fácil consumo (una falacia), su exaltación de lo breve, su capacidad para integrar con elipsis o con guiños para iniciados códigos artísticos diversos, etc., harían del microrrelato cifra y compendio de la cosmovisión contemporánea. La segunda parte (el género como forma de conocimiento) podría aceptarla, la primera (el género como representación ideal de belleza de un estadio histórico y cultural) no.
Y los formalistas rusos, ¿qué pueden aportar para dilucidar la cuestión? En mi opinión, mucho. Sobre todo la conocida teoría de B. Tomachevski sobre los géneros, popularizada y sintetizada por Lázaro Carreter (como a estas alturas ya nadie estará leyendo esto, transcribo sus palabras a través de Estébanez Calderón):
[El género literario es] un conjunto perceptible de procedimientos constructivos, a los que podrían llamarse «rasgos de género». Estos rasgos constituyen un esqueleto estructural que yace bajo las obras concretas de ese género, las cuales pueden poseer rasgos propios, pero siempre subordinados a los dominantes. Cuando esos rasgos propios se hacen atractivos para otros autores, pueden convertirse en principales y ser centro de un nuevo género.
Desde este punto de vista, puedo aceptar que el microrrelato sea un género, pero un género –al menos por ahora– metonímico (un concepto demasiado abstruso). Se puede admitir que determinados autores de cuentos (Kafka, Borges, Arreola) han sometido al género cuentístico (en momentos puntuales, sin renegar de su propia visión del mundo y del hecho literario) a un ejercicio de depuración extrema, y que esa depuración (sólo de la depuración) la han convertido otros autores en un rasgo principal, en un nuevo género. Siguiendo el razonamiento de esta teoría, los genios podrían cambiar los cánones dominantes (el ejemplo clásico de la novela picaresca) mientras que los epígonos sólo prolongarían la vigencia del género hasta hacerlo estereotipado. Pues bien, si sabemos lo que perpetúan los epígonos sabremos cuáles son los rasgos sustanciales del género (si sabemos qué anticuerpos tenemos, sabremos a qué bacterias hemos albergado o albergamos). La respuesta es que, en el 99,9 por ciento de los casos (tal vez menos), como dice Ibáñez, reproducen clichés, solecismos y sorpresas tontas. Y respetan la brevedad extrema. Por tanto, el rasgo sustancial del microrrelato, aquello que no lo distingue claramente del cuento, es su tamaño. Tengo por cierto que cuanto peor es el microrrelatista más breve es su pieza (sí, las excepciones de rigor, pero estas, si se fijan, siempre cuentan con el amparo de otras piezas con las que completan el sentido, caso de las Muertes ejemplares de Max Aub o de las greguerías de Ramón, o con el plus que ofrece la visión del mundo de su autor expresada en otros textos, casos de Arreola, Merino o Kafka). Tal vez por este motivo solo los autores serios de cuentos defienden con razones cabales el microrrelato. Se defienden como microrrelatistas aunque no sepan lo que es un microrrelato. Se legitiman como cuentistas ambiciosos.
Pero entonces, ¿por qué existe –con éxito- algo que no existe? Por los epígonos, por aquellos a los que Andrés Ibáñez (que, como nosotros, por cierto, también aviva la llama de la falacia) denomina con acierto los diletantes. Pero de ellos y de los pilares sociológicos del microrrelato nos ocuparemos en otro post.
Nota: las fotos las hizo Keternen desde una silla de ruedas en los Museos Vaticanos y apoyado en sus muletas en el Panteón. Utilizó un teleobjetivo y un gran angular, respectivamente. Ninguno de estos mosaicos deslumbrantes da fe de la grandeza de Roma.