La tortuga celeste y el microrrelato: ¿Oportet haereses esse?, I

El pasado sábado, en su columna semanal del suplemento cultural del ABC (“Comunicados de la tortuga celeste”), Andrés Ibáñez sacó a la palestra una invectiva contra el microrrelato que ha levantado ampollas (pocas, no vayan a creer). Una golondrina no hace verano, pero el texto del excelente novelista, ya sea por su intención provocadora y su tono mordaz, ya sea porque se suma a otras incrédulas voces recientes (la de José Luis García Martín o la del mismísimo Javier Marías) o porque simplemente resulta fácil atacar a uno de esos autores secretos cuyo reconocimiento social nunca sonrojará al que le impone las orejas de burro, ha espoloneado hasta tal punto a las hordas de microrrelatistas (reconozcamos ya que es difícil encontrar lectores puros de microrrelatos) que han hecho piña y cruzada común en blogs cómplices (con piel de condescendientes) para proferir graves descalificaciones, por torpes, infundadas y hasta soeces, hacia el autor y su obra (¿por qué no lo harían contra Javier Marías?).



Aunque hemos declarado en varias ocasiones nuestra admiración por Andrés Ibáñez, no son la conmiseración o el revanchismo los que nos mueven a recoger su testigo. Esa segunda parte de las polémicas en la que aparecen el “y tú más” o el “rebota, rebota y en tu culo explota” (véase, en este sentido, la réplica del profesor Fernando Valls aquí), tan rentable para sumar lectores y desintegrar en la polvareda de la porfía las razones de la misma, no encaja con nuestro estilo (así nos va) ni casa con nuestra credulidad: al parecer, Fernando Vals le presenta libro a Andrés Ibáñez el próximo mes en Santander. A nosotros lo que nos interesa es hablar de mineralismo, por eso quiero retomar los dos argumentos principales con los que Ibáñez cuestiona (en el reducido ámbito de una columna) esa fórmula narrativa tan de moda que viene siendo el microrrelato.



Los microrrelatos “no son un género narrativo”, sostiene el autor de El mundo en la era de Varick; no son literatura, no son nada, añade también iracundo, aunque luego atenúa la fuerza del último axioma con las excepciones de rigor. El microrrelato no es un género narrativo. He aquí el cogollito teórico. Negar su estatuto genérico supone negar (con perdón de Benedetto Croce) su nombre, su identidad. Pero, ¿podría ayudar a los microrrelatistas alguna de las teorías sobre los géneros literarios? Veamos.

Desde una concepción clásica, ciceroniana, del género como forma artística ideal, parece claro que no se puede justificar su singularidad. Por los medios, por los objetos y por los modos de imitación, el microrrelato simplemente hermana con el género narrativo. Tampoco la modalidad, el estilo o el decoro lo ayudan a distinguirse. Aunque siempre se podrá replicar que tampoco el cuento se diferencia así de la novela. Vale. Sigamos.
¿Nos ayudará Brunetière (dejemos a Hegel para luego), su teoría evolucionista y positivista de los géneros, cómoda y rentable para la industria y el mercado del libro, a singularizar el microrrelato? Para comulgar con esta opción, habría que consentir que el género ha tenido, que tiene, una evolución histórica, porque como una “especie” más de la Naturaleza está sometido a un proceso de diferenciación.



Los teóricos del microrrelato (los hay, aunque los microrrelatistas furibundos, con sus tristes argumentos, los conviertan en leyendas urbanas) afirman la mayor. Y esgrimen varios argumentos, cada uno de ellos con sus correspondientes dificultades, para justificar la evolución del género. A favor de su abolengo, se sostiene que el microrrelato hunde sus raíces en la noche de los tiempos de todas las civilizaciones. Sin duda, este es el argumento más laxo. En primer lugar, porque los ejemplos que se aducen subrayan precisamente la característica más inestable del microrrelato: su carácter híbrido, su talante de cajón de sastre (la mayoría de esos ejemplos son aforismos, cuentos populares, chistes, poemas en prosa…). En segundo lugar, porque la casta, por ilustre que sea, no implica, per se, la evolución (trabajo con gitanos). Parece claro, por otra parte, que el microrrelato (tal y como se nos vende) es un invento moderno.
En este sentido, también los teóricos han querido afinar más y, en el ámbito de la narrativa hispánica, han establecido unos claros inicios: la antología de Bioy Casares y Borges, Narraciones breves y extraordinarias; o, quizás con más tino, como hace José Mª Merino (la defensa más cabal del microrrelato, y creo que esto revela la naturaleza del asunto, la han hecho los escritores de cuentos), se ha situado el nacimiento del presunto género en el Modernismo, cuando Rubén o Julio Torri heredan el furor experimentalista del modernismo francés. Kafka sería el motor del microrrelato occidental contemporáneo.



“Honorables inicios”, como dice A. Ibáñez. Pero hay que convenir con él (con su elipsis, en este caso) en que de nada sirve fijar una evolución si no hay una “especie” que la sufra. Con lo que llegamos a la cuestión principal: ¿Qué diferencia al microrrelato del cuento? ¿Qué lo convierte en una forma narrativa singular?
Su extensión, es la respuesta fácil, obvia. Sin embargo, nadie duda de que este es un criterio muy pobre; a mí me cuesta admitir, por ejemplo, como hace Lagmanovich, que La migala de Arreola o Continuidad de los parques de Cortázar –cuentazos– sean microrrelatos. La estructura interna, la función de los diálogos, la importancia de los finales abiertos o cerrados, la esencialidad, su proximidad con la lírica, la importancia de la metaliteratura…; todos los aperos narrativos que se quieran alegar a la causa son los mismos que caracterizan al cuento.
No encuentro argumentos taxonómicos, histórico-evolutivos ni técnicos que me convenzan de que el microrrelato es un género narrativo. El propio J. Mª. Merino defiende el género mientras afirma que

Uno de los problemas de la denominación viene en la dificultad ontológica, del propio ser. La verdad es que no sabemos. Podemos decir que son pequeñas piezas escurridizas.

¿Es que habrá entonces razones de otra índole? ¿Quizás desde el punto de vista creativo supone el microrrelato una “invitación a la forma” y por tanto, con Claudio Guillén, debemos admitir parcialmente su entidad genérica? Esta respuesta es algo más compleja y con ella nos acercamos al segundo argumento de Ibáñez, en el que reside el verdadero motivo de la pandemia.



Para responder a esta cuestión, rescatemos a Hegel y al formalismo ruso. Desde una perspectiva romántica, los géneros literarios son formas concretas de conocimiento mediante las que se representa de manera simbólica el ideal de belleza de una época. Sin duda, el mito del microrrelato (Ibáñez dixit) se ve avalado por esta óptica: su extrema brevedad, su fácil consumo (una falacia), su exaltación de lo breve, su capacidad para integrar con elipsis o con guiños para iniciados códigos artísticos diversos, etc., harían del microrrelato cifra y compendio de la cosmovisión contemporánea. La segunda parte (el género como forma de conocimiento) podría aceptarla, la primera (el género como representación ideal de belleza de un estadio histórico y cultural) no.
Y los formalistas rusos, ¿qué pueden aportar para dilucidar la cuestión? En mi opinión, mucho. Sobre todo la conocida teoría de B. Tomachevski sobre los géneros, popularizada y sintetizada por Lázaro Carreter (como a estas alturas ya nadie estará leyendo esto, transcribo sus palabras a través de Estébanez Calderón):
[El género literario es] un conjunto perceptible de procedimientos constructivos, a los que podrían llamarse «rasgos de género». Estos rasgos constituyen un esqueleto estructural que yace bajo las obras concretas de ese género, las cuales pueden poseer rasgos propios, pero siempre subordinados a los dominantes. Cuando esos rasgos propios se hacen atractivos para otros autores, pueden convertirse en principales y ser centro de un nuevo género.




Desde este punto de vista, puedo aceptar que el microrrelato sea un género, pero un género –al menos por ahora– metonímico (un concepto demasiado abstruso). Se puede admitir que determinados autores de cuentos (Kafka, Borges, Arreola) han sometido al género cuentístico (en momentos puntuales, sin renegar de su propia visión del mundo y del hecho literario) a un ejercicio de depuración extrema, y que esa depuración (sólo de la depuración) la han convertido otros autores en un rasgo principal, en un nuevo género. Siguiendo el razonamiento de esta teoría, los genios podrían cambiar los cánones dominantes (el ejemplo clásico de la novela picaresca) mientras que los epígonos sólo prolongarían la vigencia del género hasta hacerlo estereotipado. Pues bien, si sabemos lo que perpetúan los epígonos sabremos cuáles son los rasgos sustanciales del género (si sabemos qué anticuerpos tenemos, sabremos a qué bacterias hemos albergado o albergamos). La respuesta es que, en el 99,9 por ciento de los casos (tal vez menos), como dice Ibáñez, reproducen clichés, solecismos y sorpresas tontas. Y respetan la brevedad extrema. Por tanto, el rasgo sustancial del microrrelato, aquello que no lo distingue claramente del cuento, es su tamaño. Tengo por cierto que cuanto peor es el microrrelatista más breve es su pieza (sí, las excepciones de rigor, pero estas, si se fijan, siempre cuentan con el amparo de otras piezas con las que completan el sentido, caso de las Muertes ejemplares de Max Aub o de las greguerías de Ramón, o con el plus que ofrece la visión del mundo de su autor expresada en otros textos, casos de Arreola, Merino o Kafka). Tal vez por este motivo solo los autores serios de cuentos defienden con razones cabales el microrrelato. Se defienden como microrrelatistas aunque no sepan lo que es un microrrelato. Se legitiman como cuentistas ambiciosos.



Pero entonces, ¿por qué existe –con éxito- algo que no existe? Por los epígonos, por aquellos a los que Andrés Ibáñez (que, como nosotros, por cierto, también aviva la llama de la falacia) denomina con acierto los diletantes. Pero de ellos y de los pilares sociológicos del microrrelato nos ocuparemos en otro post.

Nota: las fotos las hizo Keternen desde una silla de ruedas en los Museos Vaticanos y apoyado en sus muletas en el Panteón. Utilizó un teleobjetivo y un gran angular, respectivamente. Ninguno de estos mosaicos deslumbrantes da fe de la grandeza de Roma.

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De tiempos perdidos y hallados

En su “Cuarta elegía del norte”, Anna Ajmátova distingue tres fases para el recuerdo. La última de ellas entraña esta terrible lección:

aquel pasado, lo sabemos, no tiene ya lugar
entre los límites de nuestra vida:
nos resulta tan indiferente
como a nuestro vecino le resulta

(Trad. De Monika Zgustova y Olvido García Valdés)

Conforme pasa el tiempo uno va intuyendo, con pesar, la validez de estos versos, mientras la experiencia va descartando todos los recursos que en alguna ocasión se aceptaron como medios válidos de prospección en el pasado. Entre ellos figura, por supuesto, la literatura. Ahora, justamente nel mezzo, tengo que resignarme a aceptar que la literatura carece de cualquier poder para restituir el pasado, al menos no en lo que respecta al papel que le corresponde al lector en la comunicación literaria. Sí creo, sin embargo, que el arte literario permite hacer algo con el pasado, algo que no podemos hacer por nosotros mismos a través de nuestra memoria, de nuestra razón o de los testimonios que dejan de nosotros los objetos, los lugares, las personas. Quizá ese algo entraña una modificación consentida y deseada, porque opera sobre el recuerdo con los mismos instrumentos que el arte sobre la materia que le corresponde. De ese modo tal vez la lectura no ayude a comprender realmente lo que se ha vivido, pero quizá sí le puede proporcionar una estructura y un sentido, una trama y una melodía con la que no sea tan oscura la travesía por los pasadizos del tiempo.
Pero lo que quiero plantear aquí es otra cosa. Me refiero a una voluntad clara de recuperación del tiempo, porque estamos hablando de algo que se considera extraviado, pero no abolido o –como proclaman los versos de la Ajmátova- extraño al propio individuo. A ese afán se ha entregado parte de la mejor literatura moderna, que ha confiado en el poder de las palabras para sondar el pasado, como quien lanza un cubo en un pozo para sacar de él las mismas aguas que calmaron la sed en un lejano día de juegos infantiles.
Al principio de El mundo en la era de Varick, la excelente novela de Andrés Ibáñez, leemos:
Hay algo no terminado en el pasado, algo que nos llama: si el tiempo lo hubiera clausurado, no sentiríamos algo que nos llama. (…) A medida que vivimos más nos acercamos más al pasado, lo comprendemos mejor; sólo la mano extendida del hombre viejo puede rozar de nuevo las manzanas que comió de niño; esas manzanas del pasado, conservando su sabor intacto y exacto, nos esperan –y en su zumo y su perfume hallaremos el alimento que nos librará del tiempo, de la realidad, del deseo, y que nos despertará suavemente del sueño de la vida.
A nadie se le escapa que Ibáñez escribe bajo el influjo de Proust (de hecho, el protagonista de esta novela se llama Marcelo). Recordemos entonces al narrador de Por el camino de Swann:
En realidad esos sollozos no cesaron nunca; y porque la vida va callándose en torno mío los vuelvo a oír, como esas campanillas de los conventos tan bien veladas durante el día por el rumor de la ciudad, que parece que se pararon, pero que tornan a tañer en el silencio de la
noche.
La sintonía de ambos textos no puede ser mayor. Lo que más llama la atención no es que en ambos se dé por supuesta la condición no caduca del pasado, sino la idea compartida de que la propia inercia del tiempo es la que propicia su reencuentro: el viejo que toca las manzanas de la infancia como si eso fuera un regalo de la edad; el silencio que se gana con la madurez acalla el bullicio de la juventud y permite recobrar los sollozos del niño que no podía dormir sin el beso de la madre.
El motivo de que recuerde ahora estos dos pasajes (o mejor dicho, de que ambos se recuerden y se soliciten mutuamente) se debe a un tercero en discordia que pertenece a Entre mujeres solas, la nouvelle de Cesare Pavese recientemente reeditada aquí con ocasión del (pobremente) recordado centenario de su nacimiento:
Tuvo un amago de vómito y apretó los labios. Bajó los ojos y se repuso.- Lo increíble -continuó- es como el alma más vieja que tienes dentro es precisamente aquella que tenías cuando eras chico. A mí me parece que siempre soy un muchacho. Esa es la costumbre más antigua que tenemos.
Para ese personaje de Pavese, uno de tantos tarambanas cínicos y vacíos que rodean a la protagonista, el pasado también es algo no clausurado, como sucedía en los textos de Proust e Ibáñez. La diferencia es que para él no parece existir el olvido: no hay un alma del niño y otra del adulto. Una dolorosa lucidez le impide señalar el ictus que zanja la infancia y la cierra sobre sí misma para comenzar a cultivar en ella un espacio dorado y feliz. El alma del muchacho no abandona al individuo, de hecho se convierte en el epicentro del yo, quizá por una simple cuestión de preeminencia cronológica, y esa persistencia es la que provoca el choque doloroso al confrontarse con la decadencia física y con los conocimientos que suministra la experiencia. Al final del texto, da la sensación de que el pasado, antes que un paraíso perdido, es una condena con la que hay que convivir.¿Quién lleva razón? ¿A qué palabras habremos de dar crédito? Las dos primeras citas proponen un ejercicio feliz de recuperación, pero es inevitable que nos asalten muchas dudas, pues bajo la beatitud que conlleva la actividad del recuerdo no es difícil atisbar las amargas maniobras de la consolación. El fragmento de Pavese hace gala de una sensatez incontestable, pero la idea de una “vieja alma joven” nos aterroriza porque impide asociar la posibilidad de redención con un sencillo ejercicio de retrospección.
Parece imposible encontrar un lugar de intersección entre ambos caminos, y en efecto así es. Si el lector fuera consecuente, debería aceptar uno y rechazar otro. Olvidarse, por ejemplo, de la amargura de Pavese y perderse por los felices meandros de la subjetividad que Proust labró a conciencia, ganando un vasto territorio que hasta ese momento no conocía la novela. O –como me sucede a mí- situarse más cerca del texto del escritor italiano.
Pero el lector de raza, vocacional, sabe que esto no funciona exactamente así. Quizá el creador sí tenga que elegir un trayecto y una meta, o al menos debe trabajar para fijarlos. Un verdadero lector literario busca ante todo ampliar su realidad, abrir mundos y perspectivas. A diferencia de lo que sucede con el científico, en su mente el descubrimiento de una nueva verdad no implica necesariamente el descrédito de la anterior, porque cada una toma su consistencia y su sentido en el mundo ficticio donde hunde sus raíces. Negar cualquiera de esas verdades o certezas sería anular el mundo del que se nutre, y eso contraviene una necesidad básica del lector, ávido huésped de moradas sucesivas. El lector avanza sin un rumbo predeterminado, aunque quizá al volver la vista atrás puede intuir una misteriosa coherencia impremeditada. Digamos que es un caminante solo atento a la prolongación y ensanche de su calzada, no a un destino final de dudosa existencia.

Con esto no estoy predicando el relativismo o una fácil componenda sincrética. El lector mantiene afinidades y desavenencias naturales, que normalmente cambian con el tiempo. Y no hay que olvidar que en el fondo de su espíritu guarda, como un creyente vergonzante, el secreto deseo de que cada obra albergue un pequeño fragmento de una gran verdad cuya revelación final se consumará al cabo de los años de gozosa lectura. Una aspiración, sin duda, imposible e ingenua, pero persistentemente cultivada para justificar la sustitución de nuestro tiempo biográfico por el tiempo apócrifo de la lectura. Gracias a este mecanismo (no sé si honesto o tramposo) puedo aceptar a Proust, a Ibáñez y a Pavese, dialogar con ellos y ensanchar mi percepción del tiempo. Gozar con la gimnasia de la anamnesis y asumir que esa ronca voz que habla usurpa la cristalina voz del niño que no ha de escucharse más. Es patrimonio de la gran literatura convertir en suma aquello que de otro modo sería disyuntiva excluyente.

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"Tambores de ejecución", de Francisco Solano

Francisco Solano (La Aguilera, Burgos, 1952) es uno de esos narradores a los que, sin haber abrazado el sacerdocio del ocultamiento (de hecho es un reconocido de Abc y de El País), algunos no dudarían de calificar como secreto. Hoy en día el concepto de secreto tiene una relación directísima con los números, por no decir con los balances contables, y bajo tales presupuestos, ciertamente, no cabe más que aceptar que estamos ante un autor secreto.
Pero esta etiqueta de “autor secreto”, ¿es tal vez un predicado crítico, un criterio clasificatorio? En la mayoría de los casos tiene más bien toda la pinta de tópico socorrido que, de paso, sirve de distintivo elitista a quien lo formula, quien podrá así figurar en el número de los gourmets, esos primos gordos de los expertos que han sustituido las penosas prospecciones del estudio por despreocupadas libaciones en arcanas ambrosías.
Si de lo que se trata es de buscar algún calificativo, yo me inclinaría por el de singular, en atención a las exigencias de su escritura, a su mundo turbio, pesimista y poético. También son fuente de singularidad sus filiaciones literarias, entre las que figuran muchos de los maestros centroeuropeos, aunque si hay una impronta especialmente fuerte en sus libros ésa es sin duda la de Onetti, con quien lo une una deuda de la que él mismo, me parece, no querrá abjurar.
La presencia en su narrativa del autor de El pozo me había parecido siempre tan clara que nunca había intentado localizar y medir los cauces de esa transferencia. He aquí, sin embargo, que en su última novela –tal vez la menos solanesca- encuentro en una misma página (la 58) dos huellas del escritor uruguayo que me parecen a cual más reveladora. En una el narrador, tan fecundo en general en sentencias fulgurantes, afirma que la decepción no es una consecuencia, sino que “es el origen, pero tardamos en reconocerla”. Como los personajes habituales de Onetti (Brausen, Juntacadáveres), los de Solano suelen presentarse ya ante el lector como el residuo de lo que en algún tiempo (que no es el objeto del relato más que como evocación distante) fue un individuo con pasiones o aspiraciones, pero que ya no pretende otra cosa que gestionar el fracaso con cierta dignidad. Así sucede en otras novelas suyas, en especial en La noche mineral (1995) y en Rastros de nadie (2006).
No obstante, el narrador y protagonista de Tambores de ejecución (Bruguera) solo en parte puede adscribirse a ese dominio radical del fracaso. Es cierto que el hecho de narrar unos hechos diez años después de que sucedieran, cuando ya conoce las amarguras de la madurez, implica que su discurso se emita desde el escepticismo y la renuncia. Pero esa perspectiva se confronta, de una forma muy sugerente, con la propia materia narrativa a la que da forma, y que corresponde a un momento de su biografía en el que aún late el pulso de la juventud, a la que él debe despedir de forma brutal y traumática para acceder al mundo adulto.
Ese acceso presenta –como suele suceder en la vida real- la forma de una iniciación laboral, cuando ocupa plaza como profesor Lengua y Literatura en un instituto de bachillerato. Lo importante es que esa iniciación se complica hasta extremos obsesivos con el conocimiento de un suceso extraordinario como es la muerte violenta del anterior director, cuya caída desde la terraza del propio centro no es accidental -según le revela extraoficialmente su sucesor en el cargo- sino obra de Clemente, un alumno que sufre de una extraña enfermedad mental. A estas declaraciones se superponen, además, las sospechas de que en realidad la muerte de don Elías puede ser el resultado de la confabulación colectiva de todo un claustro harto de su comportamiento despótico y arbitrario.


Todas estas sospechas, insinuaciones y amenazas, diluidas en un ambiente opresivo y lleno de secretos, se presentan ante el protagonista como una especie de desafío ante el cual él ha de poner a prueba su complexión moral y resolver el conflicto que impone el enfrentamiento de la claudicación y el silencio frente a la denuncia y la verdad. Ese conflicto se suma, envenenándola, a la crisis personal del narrador, quien debe afrontar su fracaso matrimonial y la liquidación de los años de juventud. En la resolución de esta profunda brecha existencial interviene, una vez más, una instancia ética: el conocimiento de la verdad (de la que es portador el personaje de Alicia) y su aceptación consecuente, aunque ello no eluda el fracaso. “Conocer la verdad –dice el narrador- no obliga a nada, pero evita que un hombre se destruya a sí mismo”.
Esta fuerte faceta moral es, sin duda, un distintivo de la narrativa de Solano, y desde luego una diferencia notable con respecto a la filiación onettiana que señalaba al principio. En una primera lectura, sus novelas parecen el escenario donde se examina la turbia intimidad de unos seres aislados cuya conciencia parece abarcar la totalidad del horizonte que interesa al narrador. Pero un examen más detenido permite encontrar el camino por el que el yo de los personajes se acerca y colisiona con el de sus semejantes, encontrando en este movimiento un cauce para ejercer cierto compromiso civil, que no político.

En tal sentido cabe interpretar el empleo en dos de sus mejores títulos, Una cabeza de rape (1997) y Rastros de nadie, del motivo de la exégesis colectiva como forma de diagnosticar las afecciones éticas de los personajes. Un mismo objeto u acontecimiento (el envío anónimo de una cabeza de rape, el hallazgo de un manuscrito) obliga a distintos personajes a elaborar diversas interpretaciones sobre su significado y finalidad, pero sobre todo los obliga a salir de su aislamiento y a inquirir sobre sus vínculos con los otros. El narrador de la novela que nos ocupa ahora explica así de bien lo que intento decir:

La intimidad es real si alguien la reconoce. Todo lo que sabemos de nosotros mismos es el provecho de un espionaje. Cada uno se vigila a sí mismo, y debe informar a otro para no perder el contacto con la realidad. Somos fruto de un examen de conciencia, siempre que alguien reconozca que tenemos conciencia.

También en Tambores de ejecución la vocación moral del relato se hace presente en los asaltos hermenéuticos con los que el narrador intenta, de forma obsesiva, establecer su papel y su responsabilidad en los oscuros sucesos del instituto. Y a ello habría que sumar otros aspectos no menos sugerentes, como el paralelismo entre el centro educativo y el régimen franquista (los sucesos trascurren en 1977, año crucial en la Transición democrática), y la elección de un inocente como instrumento catártico de justicia, con el cual el colectivo oprimido se resarce de sus sufrimientos eludiendo el contacto con la sangre y el remordimiento.
Decía antes que una misma página aportaba dos pruebas fehacientes de onettismo en la narrativa de Francisco Solano. He aquí la segunda:
Caminé hacia el río, para ver la escasez del agua desde el puente y la metáfora de la realidad.
Rápidamente recordé un momento de El astillero en que Larsen queda definitivamente seducido por el deterioro y la ruina de la empresa del viejo Jeremías, y se olvida de comer pues prefiere “ayunar entre símbolos”. Esa misma inmanencia simbólica del espacio, los objetos y las calles se encuentra en esta y en todas las novelas de Solano, donde el espíritu de sus personajes encuentra una estimulante continuidad en las calles estrechas y oscuras del centro urbano (de Madrid), los portales y negocios polvorientos y otros enclaves donde reina la obsolescencia, la soledad, el olvido. Su prosa es, sin duda, una de las más capacitadas de nuestra narrativa actual para la creación de atmósferas, esa forma con que a veces la conciencia comparece con mayor elocuencia y verdad que por otros caminos más explícitos.
Efecto colateral de esta virtud –y de otras- es la dificultad, a veces incluso la oscuridad. No es Solano, en mi opinión, un hermético, pero sí uno de esos narradores para los que en cada enunciado debe hacerse visible un fulgor del lenguaje. Esa labor garantiza el destierro de la inanidad, pero también la posibilidad de encontrar un auditorio masivo. Cualquiera que conozca su narrativa es consciente que solo lo primero instruye su actividad literaria.



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Hablemos de mineralismo, II

El joven Keternen, ya antes de serlo, había asumido sin demasiado esfuerzo su natural flemático, por eso pudo albergar la fiebre romántica de la adolescencia con franca hospitalidad, como se acepta una convalecencia. La flema y el humor melancólico lo protegían del colérico, a todas luces pasajero, así que se embarcó aguerrido en falucho de bandera revolucionaria. Con estas miras leyó todo lo que su parco criterio y un buen maestro le recomendaban. Hasta que gracias a éste, aunque con la extraña intuición de aquél, Keternen se enredó en la lectura de un librito de Baroja, Juventud, egolatría, de 1917. Años después, piensa que este libro, en el que se hermanan en grado sumo crítica y escepticismo, aún lo mantiene en aquel barco de bandera roja, a la deriva, convaleciente.


El crítico literario (el que ejerce la crítica partisana, inmediata, periodística o como la quiera llamar la crítica académica) no conoce vocación ni universidad que lo certifiquen o lo avalen; tampoco sus lectores constarán en censo alguno. Y aun así, sin recordar el puerto de partida ni esperar el de llegada, hablar de mineralismo constituye para él un imperativo moral ineludible. Los dos textos de Baroja (“el hombre malo de Itzea”, le llamaban los niños de Vera de Bidasoa) que siguen son muestra de que el escepticismo y la crítica no sólo no se excluyen, sino que de algún modo se necesitan; y que juntos provocan –con perdón– algo parecido a la ternura.




LA MALDAD HUMANA Y EL CHINO DE ROUSSEAU

Yo no creo en la gran maldad humana, tampoco creo en la gran bondad, ni en que podamos colocar las cuestiones de la vida más allá del bien y del mal. […] Nietzsche, alto poeta y psicólogo extraordinario, creía que podríamos dar este salto marchando sobre el trampolín del más allá del bien y del mal. Ni con este trampolín, ni con ningún otro, escaparemos de ese norte sur de nuestra vida moral.
Nietzsche, salido del pesimismo más fiero, es en el fondo un hombre bueno; en esto es el polo opuesto de Rousseau, quien, a pesar de hablar siempre de la virtud, de los corazones sensibles, de la sublimidad del espíritu, resulta un ser bajo y vil.
El filántropo de Ginebra, de cuando en cuando, descubre la oreja: "Si bastara –dice– para llegar a ser el rico heredero de un hombre a quien no se hubiera visto jamás, de quien no se hubiera oído hablar jamás y que habitara el rincón más lejano de la China, el apretar un botón para hacerle morir, ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?".

Rousseau cree que todos apretaríamos el botón y se engaña, porque la mayoría de los hombres verdaderamente civilizados no lo haríamos. Esto no quiere decir, para mí, que el hombre sea bueno; quiere decir que Rousseau, en su entusiasmo como en su hostilidad por el hombre, tiene poca puntería. La maldad del hombre no esa maldad activa, teatral e interesada, sino la maldad pasiva, torpe, que nace del animal humano, una maldad que casi no es maldad.

LA RAÍZ DE LA MALDAD DESINTERESADA


Decid a un hombre que su amigo íntimo ha tenido una gran desgracia. Su primer movimiento es de alegría. Él mismo no lo nota claramente, él mismo no lo sabe; sin embargo, el fondo es de satisfacción. Ese hombre podrá poner al servicio de su amigo su fortuna, si la tiene, y su vida; todo esto no impedirá que su primer movimiento de conciencia al saber la desgracia de una persona querida haya sido un movimiento turbio, muy próximo al placer.
Este sentimiento de maldad desinteresada se observa en las relaciones de los padres con los hijos, de los maridos con sus mujeres. A veces no es sólo desinteresada, sino contrainteresada.
[…]
¿De dónde nace este fondo de maldad desinteresada que tiene el hombre? Probablemente, es un residuo ancestral. El hombre es un lobo para el hombre, como dijo Plauto y repetía Hobbes.



En la literatura apenas se ha podido dar este fondo humano de la maldad desinteresada […] Shakespeare, en Otelo –drama que siempre me ha parecido falso y absurdo– señala la maldad desinteresada de Yago, y le presta un carácter de actividad y de acción que no es el del hombre normal, y para legitimarlo ante el público le da además un motivo: le hace enamorado de Desdémona.
[…]
La otra maldad maldad sin objeto de los pasos turbios de la personalidad, esa maldad inactiva, incapaz, no ya de esgrimir un puñal, sino ni aun siquiera de escribir un anónimo, Dostoievski solamente ha podido revelarla, al mismo tiempo que la bondad inerte, que queda adherida al alma y que no sirve de base para nada.


¿Encontraría hoy don Pío algún otro ejemplo?

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Los metaloides obran en tu angustia

Una sola palabra, crisis, cubre todo el horizonte de las aspiraciones, de lo que puede decirse o pensarse públicamente. Mientras unos buscan los pasos que nos han traído hasta aquí, otros hacen de arúspices, hurgan en las entrañas de lo que tenemos, extraen pequeños auspicios que refrenan y acrecientan la ansiedad. Puede discutirse el enfoque del problema, pero nadie es capaz de discutir su existencia y su identidad, ni tampoco su conveniencia como instancia vertebradora. Miedo útil.


Qué difícil es en esta época nuestra abrirse paso entre las consignas, formularse otras preguntas diferentes a las que parecen inquietar a todo el mundo. Buscar en otros huesos el tuétano dolorido. John Shade, el personaje de Nabokov, recuerda en su poema Pálido fuego cómo en su juventud una gran conspiración le ocultaba la verdad. Para él esa conspiración estaba hecha “de libros y de personas”. Nosotros también somos víctimas de otra gran conspiración que nos impide ver, pero su origen nos resulta quizá no tanto imposible de detectar como quizás indecible. Pronunciarlo atañe seguramente a nuestra responsabilidad personal, y eso –la responsabilidad- es hoy uno de los tabúes más consolidados.
La crisis -dice nuestra cosmovisión capitalista- es el problema. Podemos acudir a otras perspectivas, pero entonces nos situaremos en una posición marginal que en todo caso sobrevive bajo la tutela paternalista del capitalismo. En sentido estricto, ha desaparecido cualquier alternativa al capitalismo, que nos obliga a vivir sucesivas variedades de sí mismo, siempre dispuesto a buscar legitimación en su aplaudida capacidad para mutar, mientras se da por supuesto que cada metamorfosis es un escalón que se asciende en la escalera del progreso. Pero los cambios son cosméticos, mientras que sus verdaderos fundamentos permanecen inmutables y actúan estructuralmente, filtrándose en la conciencia, dirigiendo la mirada.

El capital crea la crisis, pero también la moldea como enunciado, la divulga y, por último, establece cuáles son sus interpretaciones adecuadas. Y es así como lo que es algo se convierte en un término: crisis. Ese término resplandece, nos ciega con su complejidad técnica, siempre imposible de calibrar y traducir por la masa de los legos en ciencias económicas. Se puede hablar de liquidez, de ahorros, hipotecas, fraudes, especulación. Del problema que supone para las familias la falta de dinero. Pero nunca jamás situar el problema en el dinero, así, sin cuantificar. Intransitivamente.
Y sin embargo, el dinero es el problema:


¿Y bien? ¿Te sana el metaloide pálido?
¿Los metaloides incendiarios, cívicos,
inclinados al río atroz del polvo?
Esclavo, es ya la hora circular
en que en las dos aurículas se forman
anillos guturales, corredizos, cuaternarios. […]

(César Vallejo, Poemas humanos)

Siempre he leído el poema en que figuran estos versos como una declaración sobre la capacidad del dinero para instalarse en el centro mismo del individuo, en un lugar tan remoto y seguro que es capaz de hablar con los propios órganos del afectado. Ya, ya sé que algunos (¿pero quiénes?) pensaréis: “este Victor, desde que abandonó el campo de trabajo allá en Kolimá, habla por boca del comisario político”. El propio César Vallejo escribió ese poema en 1937, después de ese viaje a la Unión Soviética que tanto habría de influir en su poesía.
Pero no todos han recibido el inspirador soplo del viento siberiano. Una voz como la de Claudio Rodríguez, tan poco sospechosa de permeabilidad al materialismo histórico, habla así del dinero:

Necesito dinero para el amor, pobreza
para amar. […]
[…] Porque el dinero, a veces, es el propio
sueño, es la misma
vida. Y su triunfo, su monopolio, da fervor,
cambio, imaginación, quita vejez y abre
ceños, y multiplica los amigos,
y alza faldas, y es miel
cristalizando luz, calor. No plaga, lepra
como hoy; alegría,
no frivolidad; ley,
no impunidad. […]
(Alianza y condena, 1965)

Es el dinero, que puede adquirir amor pero con el que no se puede amar, lo que provoca la gran confusión, el error que determina una de las grandes formas de infelicidad que nos atenazan: el trueque de la facultad por el objeto. En ese extravío también está inmerso el propio poeta, que intenta aclarar su posición y se encuentra inevitablemente atrapado en la red del dinero. Por eso se pregunta:
[…] ¿A qué la madriguera
de estas palabras que si dan aliento
no dan dinero? ¿Prometen pan o armas?
¿O bien, como un balance mal urdido,
intentan ordenar un tiempo de carestía,
dar sentido a una vida: propiedad o desahucio?


Pensar y expresarse con absoluta libertad es sinónimo de gratuidad. Escribir sin conocer exactamente el destino de las palabras (“¿Prometen pan o armas?”), sólo para ordenar “un tiempo de carestía”, es tal vez la única forma de incidir que tiene la literatura en un momento como este. Más que nunca, los tiempos reclaman una clase de artista consciente de que está irresistiblemente envuelto en la red del dinero, pero lo suficientemente honesto para eludir la seductora brillantez del cinismo. También lo bastante inteligente como para caminar sin las muletas que prestan las ideologías. Poetas que, como Vallejo, tengan el valor de llamar esclavo a su semejante y luego abandonarlo en la intemperie de un diagnóstico ante el que no cabe desviar la mirada:

Señor esclavo, ¿y bien?
¿Los metaloides obran en tu angustia?

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Vila-Matas desciende a lo más bajo

Enrique Vila-Matas es uno de los autores más jaleados por la crítica española. Cuando en los suplementos literarios se menciona su nombre, suele hacerse con la unción adecuada a la estatura de un verdadero “escritor internacional” al que sin vergüenza alguna se puede presentar en el extranjero sin que ninguna de sus páginas nos sonroje con la aparición de una torrija, un fusilado, un perceptor de salario mínimo o algún topónimo (como Brazatortas o Porcuna) que inhiba los aromas de la eufonía. La literatura de Vila-Matas parece concitar el unánime ditirambo con su santoral de escritores y sus santuarios literarios, con los limpios abismos y paradojas que alumbran la inteligencia con el mismo chisporroteo de las bengalas, quién sabe si con su misma duración.



Por ese motivo nos han llamado la atención estas palabras tan desabridas sobre la crítica (entendemos que no solo la española) que figuran en su último libro, Dietario voluble:

Creo que la crítica se encuentra en el nivel más inferior (sic) de la literatura: como forma, casi siempre (hay brillantes excepciones, eso sí); y como valor moral, de una manera incontestable, pues viene después de los grandes trazados estructurales y de las noches sin dormir, que exigen cuando menos un cierto esfuerzo de invención. (p. 35)

Ignoremos la idea implícita de que la crítica pertenece a la literatura, que es tanto como decir que el cronista taurino participa en la misma actividad que el diestro; atribuyamos al jet lag la ocurrencia de que existen niveles en la actividad literaria, es decir, no que haya buenas o malas obras literarias (como hay buenas o malas personas), sino que existen unas formas -¿géneros, estéticas?- de participar en la literatura que son más elevadas que otras. Hagamos caso omiso (y esto ya parece mucha renuncia) de esa entrañable separación entre forma y valor moral, tan horaciana, tan clasicota para un escritor encaramado en la peana de la posmodernidad.
Renunciemos, por último, a recordar a nuestro Enrique que un crítico puede hacer un uso preciso, elegante e incluso estimulante de la lengua, pero que su relación con la función poética no se establece en calidad de usuario, sino de observador, comentarista y (sí) de censor, de modo que no parece justo exigirle un trato de intimidad con las musas, sino quizá tan solo el conocimiento de su domicilio habitual.
Pongamos una venda en el entendimiento, olvidemos lo dicho, y centrémonos en el último periodo de la cita, cuando justifica la bajeza moral de la crítica por venir esta “después de los grandes trazados estructurales y de las noches sin dormir, que exigen cuando menos un cierto esfuerzo de invención”.

Como no sé qué son “los grandes trazados estructurales”, no voy a opinar sobre eso. Pero sobre noches sin dormir sí que sé, en eso soy un campeón, aunque quizá no tanto como nuestro Keternen. Por eso me resulta imposible asumir que el insomnio, es decir, el tiempo dedicado a la pasión literaria, constituya en sí mismo un valor, y mucho menos un distintivo que gradúe la superioridad moral. Es ridículo conceder una ventaja ética a la creación literaria, aunque sea deplorable, por el simple respaldo del tiempo y de los desvelos que se consagran a ella. Cuando al contemplar una abominable pintura naif manifestamos nuestro desagrado, o esbozamos una sonrisa, o impedimos que la compre nuestra madre (porque iría tan bien con el patchwork de la colcha): ¿somos unos monstruos? ¿nos situamos un peldaño por debajo en la escala de la excelencia espiritual al rechazar el trabajo en el que probablemente quemó su tiempo de ocio o de jubilación el bienintencionado dominguero?


Para Vila-Matas, según parece, toda creación tiene rango de objeto sagrado, pero eso no debería extrañarnos, pues lo que él sostiene (en este texto y en toda su obra) es un credo que se puede abrazar o rechazar, pero que –según parece- no admite el análisis racional, y mucho menos el juicio. Es, sin duda, la posición de un romántico, más que de un posmoderno, para quien el escritor y la literatura constituyen una religión, y una religión además que reduce su campo de actuación al que le proporcionan sus propios símbolos y su liturgia. Habrá a quien satisfaga esta concepción de la literatura: a mí no, aunque puede llegar a interesarme de la misma forma curiosa en que un amante de la buena mesa se acerca a los fogones.
Pero no otorguemos a estas opiniones más valor del que tienen: un exabrupto con ínfulas de provocación; una idea arbitraria moldeada con desgana y emitida bajo la protección de la impunidad que garantiza el estado generalizado de estupor e indiferencia de nuestra cultura. De lo que se trata, al fin y al cabo, es de la clásica convicción de que toda crítica es un ejercicio adversativo de resentimiento, premisa que, una vez instaurada, permite refutar cualquier opinión inconveniente con bastante comodidad. En esto Vila-Matas se suma, sacando su particular tajada, al descrédito indiscriminado al que el mercado cultural somete a la crítica, hasta el punto de haberla expulsado totalmente de las tribunas en las que su labor podía tener alguna incidencia notable en la sociedad.


Lo que no puede calcular nuestro escritor más internacional es el porvenir que le aguarda a una creación literaria que cuenta con el respaldo de una crítica cuya autoridad, sin embargo, es sometida al rechazo o a variadas formas de sospecha. Hasta ahora la autoridad crítica, asignada arbitrariamente u obtenida mediante laboriosa acreditación, ha gozado de un papel preeminente en la transmisión literaria, en la creación de una tradición o, si se quiere, un canon. Veremos si el mercado u otras instituciones que todavía no conocemos son capaces de proporcionar para la literatura algo parecido a la posteridad.

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Hablemos de mineralismo, I


Es domingo, se acaba la condicional, llueve, acompaño el desayuno con el Babelia de ayer. Leo a Rosa Montero, una fresca incorporación del suplemento cultural; se ve que están dispuestos a retomar el rigor crítico. La generosidad de Rosa, que hasta las entretelas de su corazón pone al servicio de la exégesis del texto, me conmueve: “De adolescente padecí algunas crisis de angustia que hoy agradezco, porque me permitieron asomarme por un instante al abismo interior e intuir la extrema desolación de ese paisaje”. Me consuelo pensando en que nunca más volvió a asomarse a ese yermo territorio interior.



Como Rosa, intento alejarme del pozo. Es el primer domingo del mes: abren los centros comerciales. Podría comprar unas bonitas lentes de colores para distinguir la primavera en el aguacero dominical. Busco en el
Arte poética de Borges (reunión de seis conferencias sobre poesía que pronunció el argentino en Harvard durante el curso 1967-1968, publicado por Crítica en 2001), uno de esos libros de cabecera que restañan la hemorragia del lector de suplementos culturales. Ya está, me quedo con una imagen para salvar el domingo lluvioso que ha acabado con la ilusión de la primavera: Borges recuerda el momento de Weir of Herminston, la última novela de Stevenson, en el que el protagonista está a punto de enamorarse, en una iglesia de Escocia, de una chica preciosa. Sabemos que está a punto de enamorarse, precisa Borges, porque “la mira, y entonces se pregunta si existe un alma inmortal dentro de esa figura bellísima, o si sólo es un animal del color de las flores”.




Pero hoy no me sirve. Me he levantado con el pie izquierdo (soy zurdo de pie, pero desde hace tiempo tengo ese tobillo “esguinzado”) y he desayunado con prisa, así que ya no hay bálsamo que valga; lo mejor es entregarse a la bota malaya e inaugurar la sección “Hablemos de mineralismo” (recuerda).
Esta sección recogerá algunos de esos textos inclementes que han levantado de nuestro ánimo una turbia marejada; versos, frases, diálogos, mensajes que nos han golpeado con su verdad como si nos los hubieran comunicado unos heraldos negros

[…]
Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

De
Los heraldos negros, de César Vallejo


También la literatura da golpes de ese calibre, aunque no estén de moda. Golpes que actúan en nosotros como los “cinco puntos de presión para hacer explotar un corazón” de Kill Bill vol. 2
(minuto 3:13 y siguientes)




Un impacto certero en el sitio preciso, un veneno mortal; después, el tiempo que media entre el corte y la sangre, solo esperar el desenlace previsto. Así funciona la cicuta sin pócima de esos textos cuya mayor perversidad (y por tanto grandeza) radica en no avisar de cuándo actuarán sus componentes tóxicos, de cuántos pasos serán necesarios para que nos estalle al fin el corazón.>/span>

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