Hablemos de mineralismo, I


Es domingo, se acaba la condicional, llueve, acompaño el desayuno con el Babelia de ayer. Leo a Rosa Montero, una fresca incorporación del suplemento cultural; se ve que están dispuestos a retomar el rigor crítico. La generosidad de Rosa, que hasta las entretelas de su corazón pone al servicio de la exégesis del texto, me conmueve: “De adolescente padecí algunas crisis de angustia que hoy agradezco, porque me permitieron asomarme por un instante al abismo interior e intuir la extrema desolación de ese paisaje”. Me consuelo pensando en que nunca más volvió a asomarse a ese yermo territorio interior.



Como Rosa, intento alejarme del pozo. Es el primer domingo del mes: abren los centros comerciales. Podría comprar unas bonitas lentes de colores para distinguir la primavera en el aguacero dominical. Busco en el
Arte poética de Borges (reunión de seis conferencias sobre poesía que pronunció el argentino en Harvard durante el curso 1967-1968, publicado por Crítica en 2001), uno de esos libros de cabecera que restañan la hemorragia del lector de suplementos culturales. Ya está, me quedo con una imagen para salvar el domingo lluvioso que ha acabado con la ilusión de la primavera: Borges recuerda el momento de Weir of Herminston, la última novela de Stevenson, en el que el protagonista está a punto de enamorarse, en una iglesia de Escocia, de una chica preciosa. Sabemos que está a punto de enamorarse, precisa Borges, porque “la mira, y entonces se pregunta si existe un alma inmortal dentro de esa figura bellísima, o si sólo es un animal del color de las flores”.




Pero hoy no me sirve. Me he levantado con el pie izquierdo (soy zurdo de pie, pero desde hace tiempo tengo ese tobillo “esguinzado”) y he desayunado con prisa, así que ya no hay bálsamo que valga; lo mejor es entregarse a la bota malaya e inaugurar la sección “Hablemos de mineralismo” (recuerda).
Esta sección recogerá algunos de esos textos inclementes que han levantado de nuestro ánimo una turbia marejada; versos, frases, diálogos, mensajes que nos han golpeado con su verdad como si nos los hubieran comunicado unos heraldos negros

[…]
Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

De
Los heraldos negros, de César Vallejo


También la literatura da golpes de ese calibre, aunque no estén de moda. Golpes que actúan en nosotros como los “cinco puntos de presión para hacer explotar un corazón” de Kill Bill vol. 2
(minuto 3:13 y siguientes)




Un impacto certero en el sitio preciso, un veneno mortal; después, el tiempo que media entre el corte y la sangre, solo esperar el desenlace previsto. Así funciona la cicuta sin pócima de esos textos cuya mayor perversidad (y por tanto grandeza) radica en no avisar de cuándo actuarán sus componentes tóxicos, de cuántos pasos serán necesarios para que nos estalle al fin el corazón.>/span>

1 comentarios:

Anónimo

Enhorabuena por el blog. Ahora, pasos lentos pero seguros, buen camino.