De tiempos perdidos y hallados

En su “Cuarta elegía del norte”, Anna Ajmátova distingue tres fases para el recuerdo. La última de ellas entraña esta terrible lección:

aquel pasado, lo sabemos, no tiene ya lugar
entre los límites de nuestra vida:
nos resulta tan indiferente
como a nuestro vecino le resulta

(Trad. De Monika Zgustova y Olvido García Valdés)

Conforme pasa el tiempo uno va intuyendo, con pesar, la validez de estos versos, mientras la experiencia va descartando todos los recursos que en alguna ocasión se aceptaron como medios válidos de prospección en el pasado. Entre ellos figura, por supuesto, la literatura. Ahora, justamente nel mezzo, tengo que resignarme a aceptar que la literatura carece de cualquier poder para restituir el pasado, al menos no en lo que respecta al papel que le corresponde al lector en la comunicación literaria. Sí creo, sin embargo, que el arte literario permite hacer algo con el pasado, algo que no podemos hacer por nosotros mismos a través de nuestra memoria, de nuestra razón o de los testimonios que dejan de nosotros los objetos, los lugares, las personas. Quizá ese algo entraña una modificación consentida y deseada, porque opera sobre el recuerdo con los mismos instrumentos que el arte sobre la materia que le corresponde. De ese modo tal vez la lectura no ayude a comprender realmente lo que se ha vivido, pero quizá sí le puede proporcionar una estructura y un sentido, una trama y una melodía con la que no sea tan oscura la travesía por los pasadizos del tiempo.
Pero lo que quiero plantear aquí es otra cosa. Me refiero a una voluntad clara de recuperación del tiempo, porque estamos hablando de algo que se considera extraviado, pero no abolido o –como proclaman los versos de la Ajmátova- extraño al propio individuo. A ese afán se ha entregado parte de la mejor literatura moderna, que ha confiado en el poder de las palabras para sondar el pasado, como quien lanza un cubo en un pozo para sacar de él las mismas aguas que calmaron la sed en un lejano día de juegos infantiles.
Al principio de El mundo en la era de Varick, la excelente novela de Andrés Ibáñez, leemos:
Hay algo no terminado en el pasado, algo que nos llama: si el tiempo lo hubiera clausurado, no sentiríamos algo que nos llama. (…) A medida que vivimos más nos acercamos más al pasado, lo comprendemos mejor; sólo la mano extendida del hombre viejo puede rozar de nuevo las manzanas que comió de niño; esas manzanas del pasado, conservando su sabor intacto y exacto, nos esperan –y en su zumo y su perfume hallaremos el alimento que nos librará del tiempo, de la realidad, del deseo, y que nos despertará suavemente del sueño de la vida.
A nadie se le escapa que Ibáñez escribe bajo el influjo de Proust (de hecho, el protagonista de esta novela se llama Marcelo). Recordemos entonces al narrador de Por el camino de Swann:
En realidad esos sollozos no cesaron nunca; y porque la vida va callándose en torno mío los vuelvo a oír, como esas campanillas de los conventos tan bien veladas durante el día por el rumor de la ciudad, que parece que se pararon, pero que tornan a tañer en el silencio de la
noche.
La sintonía de ambos textos no puede ser mayor. Lo que más llama la atención no es que en ambos se dé por supuesta la condición no caduca del pasado, sino la idea compartida de que la propia inercia del tiempo es la que propicia su reencuentro: el viejo que toca las manzanas de la infancia como si eso fuera un regalo de la edad; el silencio que se gana con la madurez acalla el bullicio de la juventud y permite recobrar los sollozos del niño que no podía dormir sin el beso de la madre.
El motivo de que recuerde ahora estos dos pasajes (o mejor dicho, de que ambos se recuerden y se soliciten mutuamente) se debe a un tercero en discordia que pertenece a Entre mujeres solas, la nouvelle de Cesare Pavese recientemente reeditada aquí con ocasión del (pobremente) recordado centenario de su nacimiento:
Tuvo un amago de vómito y apretó los labios. Bajó los ojos y se repuso.- Lo increíble -continuó- es como el alma más vieja que tienes dentro es precisamente aquella que tenías cuando eras chico. A mí me parece que siempre soy un muchacho. Esa es la costumbre más antigua que tenemos.
Para ese personaje de Pavese, uno de tantos tarambanas cínicos y vacíos que rodean a la protagonista, el pasado también es algo no clausurado, como sucedía en los textos de Proust e Ibáñez. La diferencia es que para él no parece existir el olvido: no hay un alma del niño y otra del adulto. Una dolorosa lucidez le impide señalar el ictus que zanja la infancia y la cierra sobre sí misma para comenzar a cultivar en ella un espacio dorado y feliz. El alma del muchacho no abandona al individuo, de hecho se convierte en el epicentro del yo, quizá por una simple cuestión de preeminencia cronológica, y esa persistencia es la que provoca el choque doloroso al confrontarse con la decadencia física y con los conocimientos que suministra la experiencia. Al final del texto, da la sensación de que el pasado, antes que un paraíso perdido, es una condena con la que hay que convivir.¿Quién lleva razón? ¿A qué palabras habremos de dar crédito? Las dos primeras citas proponen un ejercicio feliz de recuperación, pero es inevitable que nos asalten muchas dudas, pues bajo la beatitud que conlleva la actividad del recuerdo no es difícil atisbar las amargas maniobras de la consolación. El fragmento de Pavese hace gala de una sensatez incontestable, pero la idea de una “vieja alma joven” nos aterroriza porque impide asociar la posibilidad de redención con un sencillo ejercicio de retrospección.
Parece imposible encontrar un lugar de intersección entre ambos caminos, y en efecto así es. Si el lector fuera consecuente, debería aceptar uno y rechazar otro. Olvidarse, por ejemplo, de la amargura de Pavese y perderse por los felices meandros de la subjetividad que Proust labró a conciencia, ganando un vasto territorio que hasta ese momento no conocía la novela. O –como me sucede a mí- situarse más cerca del texto del escritor italiano.
Pero el lector de raza, vocacional, sabe que esto no funciona exactamente así. Quizá el creador sí tenga que elegir un trayecto y una meta, o al menos debe trabajar para fijarlos. Un verdadero lector literario busca ante todo ampliar su realidad, abrir mundos y perspectivas. A diferencia de lo que sucede con el científico, en su mente el descubrimiento de una nueva verdad no implica necesariamente el descrédito de la anterior, porque cada una toma su consistencia y su sentido en el mundo ficticio donde hunde sus raíces. Negar cualquiera de esas verdades o certezas sería anular el mundo del que se nutre, y eso contraviene una necesidad básica del lector, ávido huésped de moradas sucesivas. El lector avanza sin un rumbo predeterminado, aunque quizá al volver la vista atrás puede intuir una misteriosa coherencia impremeditada. Digamos que es un caminante solo atento a la prolongación y ensanche de su calzada, no a un destino final de dudosa existencia.

Con esto no estoy predicando el relativismo o una fácil componenda sincrética. El lector mantiene afinidades y desavenencias naturales, que normalmente cambian con el tiempo. Y no hay que olvidar que en el fondo de su espíritu guarda, como un creyente vergonzante, el secreto deseo de que cada obra albergue un pequeño fragmento de una gran verdad cuya revelación final se consumará al cabo de los años de gozosa lectura. Una aspiración, sin duda, imposible e ingenua, pero persistentemente cultivada para justificar la sustitución de nuestro tiempo biográfico por el tiempo apócrifo de la lectura. Gracias a este mecanismo (no sé si honesto o tramposo) puedo aceptar a Proust, a Ibáñez y a Pavese, dialogar con ellos y ensanchar mi percepción del tiempo. Gozar con la gimnasia de la anamnesis y asumir que esa ronca voz que habla usurpa la cristalina voz del niño que no ha de escucharse más. Es patrimonio de la gran literatura convertir en suma aquello que de otro modo sería disyuntiva excluyente.

7 Responses to "De tiempos perdidos y hallados"

P. Keternen says
24 de marzo de 2009, 12:01

Querido Víctor, convaleciente como estoy (y sabes que no hablo ahora en sentido figurado), tu reflexión emocionada me remueve las entretelas del corazón de manera sonrojante, propia de un cerdo setimental que espera lento la cauterización de sus ligamentos, desgarrados en esguince por un puñado de microrroturas.
Mi tobillo también espera (hacia la luz, hacia la vida...) ese anclaje milagroso con el pasado esplendoroso y -me temo- irrecuperable.
Lo cierto es que logrará hacerlo; se recompondrán los tejidos y hasta evacuaré la sangre muerta. Pero albergo la certeza de que ya no pisaré las mismas calles.
No sé, parece que también el cuerpo admite de algún modo esa verdad cuántica de la lectura (diría un nocillero) que tan bien explicas.
Por aportar algo que no provenga de mi discurso lastimero, recordaría el final del maravilloso cuento "infantil" de Luis Mateo Díez La gloria de los niños , muy muy próximo a la idea de Pavese, pero no menos contundente. Contiene ese final una lección de maestría narrativa en el difícil arte de la novela corta, pero sobre todo evidencia esa infrecuente capacidad para dignificar al personaje aun a costa de frustrar las expectativas de los lectores malheridos. A cambio, a los "lectores de raza" les regala una felicísima nostalgia, un intenso dolor reparador, como de ligamentos que se afanan (y esa es su victoria, según los fisioterapeutas) en un reencuentro imposible.

J says
24 de marzo de 2009, 13:38

Gracias por tus palabras, a las que la convalencia da alas, mientras mantiene al cuerpo en aqueste bajo y vil sentido.
Al maestro Mateo habremos de dedicar unos concetos, ¿no crees?

Te evoco aquí -convaleciente de burocracia- bajo la protección de este verso de nuestro amado Vallejo:

"Un cojo pasa dando un brazo a un niño".

Abrazos.

P.D. Nuestro también amado Ibáñez, que ya granjeó nuestra idolatría con su invectiva contra los pedagogos, ahora arremete contre el microrrelato, con lo que ya puede incluso pedirnos que abracemos el budismo. Te lo digo a ti (y a nuestras hordas de lectores) para que vayas corriendo a verlo,si no lo conocías ya:

http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=11671&num=895&sec=38

Lansky says
27 de marzo de 2009, 10:15

Andrés Ibáñez y en concreto su novela El mundo en la era de Varick es un lujo; yo le sigo mucho en sus comentarios de la tortuga celeste en el suplemento cultural de ABC (el periódico lo tiro). Tengo pendientes las memorias de Ajmátova.

Un saludo

Ong Tay Ràu says
27 de marzo de 2009, 17:19

“La cultura se basa en el tratamiento que se da a los muertos; la cultura se desvanece con la decadencia de las tumbas”. Así cita Simon Leys a Ernst Jünger en sus notas a las Analectas de Confucio 1.9 y 10.25, aquellas que hablan sobre la necesidad de mantener viva la memoria de los antepasados remotos como requisito para la virtud de un pueblo, y que han marcado la trayectoria espiritual de esta gran parte del mundo, la de las culturas confucianas.
No sé por qué me ha llegado el eco que faltaba para el acorde con tus palabras. Será también porque, en la irremediable siesta tropical que me ha tumbado al terminar mis clases aquí en Hanoi, han vuelto a visitarme mis fantasmas. Vivos y muertos, mis infancias, mi difunto padre. Aún no puedo reproducirlo, el acorde, pero al menos lo he escuchado en sueños. Y sé que en él estamos mucho más juntos de lo antes pensaba los viajeros y los muertos. Al fin y al cabo, lo que nos queda a ambos es muy parecido: el presente y la memoria.
Gracias, que ya era hora de que las fuera dando, después de estar asomándome furtivamente a vuestro espacio.
Al del tobillo de sal, le mando un abrazo, que ya sabe imaginarlos.

Ong Tay Ràu

J says
27 de marzo de 2009, 18:45

Mi lejano Señor Extranjero Barba: pensaba que conseguir que una estrellita se iluminara en aquellas latitudes tropicales era ya una recompensa excesiva para estas pobres letras que ponemos aquí, con regularidad un poco geológica. Que además hayan completado algún acorde, o al menos lo hayan insinuado, me parece una exageración que solo se puede entender por los efectos de la siesta. Lo que importa, sin embargo, es que consigamos el silencio y la atención necesarios para poder escuchar alguna vez un acorde. Creo que es una de las pocas tareas que merecen la pena.
Muchas gracias por leernos, pero más todavía por tus comentarios. Pasa cuando quieras, acompañado por Confuncio, por Ho Chi Minh o por Camarón. Un abrazo.

J says
27 de marzo de 2009, 18:49

Lansky: me congratulo de la coincidencia en Ibáñez, un escritor que no recibe -me parece- la atención que merece por parte de la crítica.
Yo tampoco he leído las memorias de la Ajmátova, aunque en gram medida su poesía es un esfuerzo de reconstrucción biográfica.

P. Keternen says
28 de marzo de 2009, 2:58

Ong Tay Ráu, ya sabes que mi oído es aún más débil que mi tobillo, por lo que no siempre he podido acompañar bien tus acordes, aunque siempre me haya arrancado cuando has pulsado cuerda.
No sabes cuánto me alegra que comparezcas en este territorio espectral (aunque haya tenido que ser en un post de Víctor), porque hace muy poco que he sido peregrino cojo en Roma y sé que no te costará imaginarme por sus calles acompañado por tu fantasma, siempre cicerone.
Un abrazo de esos.