Puede que el microrrelato no sea un género literario, se nos dirá, pero nadie duda de que es el producto estrella del escaparate narrativo actual, un artefacto que ve cómo su éxito crece de manera exponencial y cotiza ya en los parqués más prestigiosos. Parece oportuno y honesto, por tanto, preguntarse a qué se debe este hecho. Y es que puede que a la postre Andrés Ibáñez esté cegado, como sostienen algunos, por la impotencia y por la envidia: y si no, ¿por qué él mismo iba a escribir microrrelatos?
La literatura comparada es una disciplina que, como tal, ha dejado sus mejores frutos en el ámbito académico (Claudio Guillén o Harold Bloom podrían ser excepciones), aunque nadie duda de que toda literatura es comparada: ni lectores ni autores ni críticos ni editoriales escapan de los paradigmas, de los horizontes de expectativas, de un determinado canon, y para eso no hace falta estar afectado por la “ansiedad de la influencia” de Bloom. Sin embargo, desde la crítica inmediata parece haber un cierto complejo, que el contexto puede justificar en parte (la extensión del artículo, su público, etc.), por establecer comparaciones, quizás porque se presupone que el ejercicio de comparación lleva asociada una voluntad preceptiva, de canonización, de jerarquización. No quiero resultar pretencioso (me he tolerado ser aburrido), pero considero que en el asunto que nos ocupa resultaría más que revelador enfrentar diferentes especímenes de la presunta familia. Al fin y al cabo, la confusión entre unos textos y otros ha sido la maniobra más eficaz de los popes del microrrelato y también es el punto más débil (como es lógico) del artículo de Ibáñez.
Leamos estos dos textos (menos mal que no se debate aquí un protogénero como la hipernovela; todo se andará).
Texto 1
“Cuento de horror”
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.
Texto 2
"Mi brazo fantasma"
Desde que perdí el brazo izquierdo en un accidente de moto su presencia es más real. Resentido con el mundo por su nueva condición de fantasma, mi brazo se ha vuelto retorcido y caprichoso: exige tocar la guitarra dos horas al día, hacerse un tatuaje de un Cristo yacente y golpear al guardia que nos multó; me amenaza con un dolor intenso si no secuestro a la vecina del quinto que tanto nos gusta.
El primer cuento, archicitado en los últimos tiempos (recuerdo que me lo descubrió hace ya unos cuantos años un gran novelista, lector de este blog, y desde entonces lo llevo en la memoria), es de Juan José Arreola. El segundo texto, de Óscar Sipán, no es tan conocido, pero los defensores del microrrelato, lectores y críticos, conocen al autor, lo admiran, sienten orgullo (sic) por su éxito y lo han defendido en más de una ocasión. He elegido una pieza suya que ha quedado finalista (el cuento de Arreola no ha recibido ningún premio que yo sepa) del segundo concurso de minificción “Márgenes” (en el blog de Antonio Serrano Cueto se habla de “premio de microrrelatos”; tampoco se comenta nada del nombre del concurso) y también he querido que la obra de menor extensión, para que no me llamen demagogo, fuera la que en mi opinión nada tiene que ver con la falacia del microrrelato. En cualquier caso, mi intención no es carear los dos textos para sopesar su calidad, que es evidente, sino para ver si surge algo parecido a una reacción química.
Ambos textos relatan la experiencia de una pérdida en la primera oración y describen después las intervenciones de esa carencia en la vida del narrador. Aunque el tema de las dos piezas es muy parecido, cada uno de los autores ha afrontado el elemento fantástico de modo diferente. En el texto de Arreola la metamorfosis de la mujer en fantasma se acepta de manera natural, gracias a la utilización de dos tiempos verbales distintos (dos aspectos, para ser más precisos: el perfecto simple y el imperfecto) que permiten una lectura realista o metafórica del hecho: amé a una mujer y, ahora que no la amo, para mí es (como) un fantasma. Por supuesto, cabe también una interpretación puramente fantástica, literal, de los hechos. En cualquier caso, ambas interpretaciones se complementan y se necesitan, como veremos. En el texto de Sipán, en cambio, sólo cabe admitir los hechos como se nos narran, lo que no significa que el autor haya renunciado a la verosimilitud. Pero, ¿en qué se fundamenta la verosimilitud del relato? ¿En una pérdida de juicio del narrador por los efectos del shock postraumático? No minusvaloremos tanto al escritor. El efecto de realismo se sustenta, como en otros textos del autor, en una verdad científica con tintes de leyenda urbana (las uñas y el pelo que crecen post mortem, etc.): las víctimas de una amputación sienten el miembro perdido durante un tiempo. No cabe duda de que también aquí podríamos hacer una lectura literal. Los dos textos han legitimado a su manera la presencia espectral. Sigamos.
El cuento de Arreola es coherente con su planteamiento. No renuncia a desarrollar el elemento fantástico: el fantasma tiene que aparecerse, para eso es un fantasma; pero tampoco se aprovecha la justificación previa para proyectar el foco de atención en ese ente tan atractivo. Más bien al contrario, Arreola sabe contrarrestar la fuerza de la imaginería fantasmagórica de la mejor manera posible: con una imagen potente y una gran precisión verbal. Yo soy un lugar, nos dice contundente el narrador. Y ningún lector dudará del acierto de esta metáfora, supongo. El pronombre personal comparece además al comienzo de la oración, para responsabilizarse del discurso (ya sé que en castellano es el orden oracional común pero también que en nuestra lengua no es imprescindible el sujeto explícito), para avalar los hechos; no se justifica, no se lamenta, la veracidad de lo que ocurre depende de su voz. El punto de vista sigue siendo el del narrador, lo apuntala el pronombre y una de las pocas seguridades del ser humano: la certificación física del yo (que se lo pregunten a mi tobillo). Por otra parte, “Yo soy”, en presente, equivale a decir “yo seré” (mientras que yo sea yo, claro) el lugar de sus apariciones. Ha habido un movimiento temporal (tres formas verbales) que se proyecta hacia la eternidad, y de ese hecho depende en gran medida el horror que produce el cuento. Por otro lado, el movimiento en el espacio apunta en la misma dirección: desde la imprecisión local del principio (la sensación de pérdida de la persona amada es muy similar, al menos al comienzo de la ruptura, a la muerte de alguien) hasta la garantía de hospitalidad duradera que ofrece el cuerpo del narrador. Es en él donde se celebran a la postre las segundas y definitivas nupcias, unas bodas macabras pero también fatalmente tiernas y hermosas -more quevediano- con las arras del terror.
Casi me lleva al sonrojo hacer un comentario tan superficial (los lectores de Arreola podrán aportar mucho sobre su concepción de la femineidad, por ejemplo) de este cuento, que por otra parte en los foros de microrrelatistas se arroja a la cara de los herejes sin que se explique su excelencia, pero sólo pretendo apuntar que el texto se puede explicar y entender sin recurrir a herramientas de análisis distintas a las que se utilizan en la exégesis de cualquier cuento. Su brevedad, y esto me parece lo más importante, la avala –como siempre ocurre en la mejor literatura– el propio texto; es decir, que lo que Arreola ha querido decir con la confesión del narrador no se podía decir de otro modo ni con más ni menos palabras. Pueden intentarlo.
Volvamos al texto de Sipán. Quedamos en que, como en el texto de Arreola, también se había legitimado, aunque por otros medios (una verdad científico-popular), la presencia espectral. Sin embargo, ya al comienzo de la segunda oración hay una diferencia que parece sutil pero que en mi opinión es muy relevante. Aquí sí se explicitan los motivos de la contumacia espectral. Y es este hecho el que provoca que la contundencia de la acción macabra del brazo haya que asumirla única y exclusivamente con las lentes de lo fantástico (el brazo, efectivamente, tiene vida propia) o bien con la lógica de la pedestre realidad (todo es invención de la mente perjudicada del amputado); en cualquier caso, se nos priva de la plurisignificación, de esa doble interpretación simultánea que, hasta el final, y precisamente tras él, conservaba el cuento de Arreola. A partir de ese punto (la justificación del brazo), el narrador de Óscar Sipán se tiene que limitar a hacer una relación de las requisitorias del miembro ausente. Es lógico, el foco se ha quedado iluminando el brazo y sus travesuras. Así que para mantener la tensión de la trama se elige una sucesión in crescendo de los hechos que demuestre el maquiavelismo del brazo: la molestia en el ejercicio rutinario de la práctica musical, la vergüenza por el tatuaje, cuyo simbolismo señala con la marca de la inmolación, el delito por la agresión a una autoridad civil y, finalmente, el secuestro (ya, podemos intuir que es metáfora del secuestro del hombre por el brazo), el pronombre personal de segunda persona del plural: brazo y hombre unidos en su desdicha, buscándose como coartadas. Un intento final algo patético, mediante el golpe de efecto que brinda la truculencia, de hacer convivir lo fantástico y lo real.
En mi opinión, Óscar Sipán no es tanto un diletante del microrrelato como un diletante de la literatura. Nadie duda de que el autor sabe manejar la tramoya que hay tras el pequeño escenario de ese presunto género (si me apuran, hasta admitiría que hay en su relato un recuerdo de Espronceda). Utiliza bien los trucos: favorece la complicidad del lector al comienzo, lo entretiene después y al final pretende dejarlo boquiabierto tras frustrar su horizonte de expectativas con una media verónica. Pero no se gira para mirar al lector, sino que le hace un desplante y mira al tendido. Y el toro manso humilla. El toro bravo, empero, se queda perplejo y espera a que el matador se dé la vuelta para preguntarle: ¿por qué este desplante, para qué tantos pases de castigo? Asumo la fatalidad y espero el desenlace trágico, pero ¿qué sentido tienen tus adornos? El miura no teme la crueldad, pero desprecia sus abalorios porque ningunean su tesón. El lector instruido resopla porque sabe que le han ofendido. Para demostrar el ingenio sobraban las horas de guitarra, el Cristo yacente, ese guardia que no se sabe si tiene que ver o no con el accidente (tampoco la duda aporta nada al texto). O bien no sobraban y podrían haberse desarrollado hasta el infinito (alguna incidencia en las prácticas onanistas del narrador, verbigracia). No puedo admitir que esto sea un microrrelato si ese género se fundamenta en la esencialidad. No es un cuento redondo. Me resulta imposible aceptar que esto sea literatura, porque el lenguaje literario no se engalana con festones; todos sus arreos han de ser estoques.
Pero insisto: no se trata de calidad, de acierto con la muleta. Se trata de que el texto de Arreola y el de Sipán son el resultado de actividades distintas, solo tangencialmente emparentadas, como un encierro y una corrida. Olvidemos ya la absurda alegoría taurina y volvamos a Ibáñez: un microrrelato (un verso) es un ladrillo, no una casa. El texto de Arreola es una casa (vuelvan a entrar). La literatura (el cuento, el minicuento, la novela, la hipernovela, la novela corta...) es vivienda (más o menos confortable o lujosa, no esa la cuestión). El texto de Sipán (un mensaje publicitario, un verso, un chiste...) es un ladrillo (llamen otra vez). En un ladrillo no se puede vivir. Lo máximo que han hecho los seres humanos para convertir un ladrillo en arte es utilizarlo para bailar encima de él un chotis. Y aún así no llega a ser una baldosa.
El microrrelato no es un género literario, no es literatura, decía Ibáñez. Yo no puedo contradecir a Andrés Ibáñez. Si se quiere llamar microrrelato a lo que hace Sipán, de acuerdo, pero entonces lo de Arreola (lo de Merino, lo del propio Andrés Ibáñez, etc.) tendría que llevar otro marbete. Mi opinión es que la pieza de Arreola sí podría pertenecer a un subgénero del cuento llamado minicuento, microcuento o hasta microrrelato. Los parientes de “El brazo fantasma”, como apuntaba un comentarista sagaz, sólo se diferencian de un eslogan publicitario en que pretenden ser literatura.
Y no estoy en contra de la experimentación, más bien al contrario, pero me molesta que me den gato por liebre. Acepto gustoso una espuma de lentejas, admito que es una comida, no me ofendería que le dieran el nombre de lentejas e incluso sería incapaz de afirmar que son peores (menos sanas) que las de mi suegra aunque no me gustaran tanto. Reconocería que el cocinero tiene el mismo derecho que mi suegra a llamarse así, por supuesto. Pero el pinche que sólo se dedica a hacer la espuma o el que aprovecha esa estructura para hacer piruletas deconstruidas, ¿es también un cocinero?
No tengo nada en contra de los microrrelatistas militantes (me basta con no leerlos); hasta los entiendo, porque yo mismo, con mi nefasto oído musical, tuve que resignarme, después de probar con todos los instrumentos musicales a mi alcance, a tocar el triángulo en el grupo del colegio; e incluso me ilusioné con que era un músico como otro cualquiera hasta que vi que yo solo no podía hacer conciertos (es solo una imagen, todos nos acordamos del colon musical de Cela). Lo que no puedo tolerar es la mistificación que practican los directores de orquesta. Empezando por la denominación del invento. Pongámosle, se dirían, un prefijo técnico: micro- y no mini-, para darle entidad científica (ese complejo de los hombres y mujeres de letras, esa añagaza para la autopromoción también). Pero no sigamos precisando: no lo llamemos cuento (aunque nos sirvamos de sus herramientas de análisis, de la morfología del cuento moderno y contemporáneo, de sus nobles propósitos, de lo mejor de su tradición), utilicemos el vago “relato” (¡cómo si a Merino le importara el nombre que se le diera al invento!). Digamos que Óscar Sipán ha quedado finalista de un premio de microrrelatos y no de uno de minificción. Hagamos microteoría (espuma teórica) con la que acomplejar a los críticos no iniciados (no interesados) y dejemos que el cristalino y monocorde sonido de los triángulos haga el resto.
A pesar de todo lo dicho, estoy convencido de que esta batalla está perdida. Lamento que la crítica partisana (la académica, excelsa, rumia y digiere, no tritura) no haya encontrado lugar o no haya querido encontrarlo para al menos plantear el debate (sin él ni siquiera el tiempo pondrá las cosas en su sitio). La crítica atenta parece ser definitivamente tarea de escritores (basta mirar las firmas de los suplementos culturales); pero hasta los más honestos y capaces, como Ibáñez, han de conformarse con hacer encaje de bolillos y confiar en que la mayor gratificación sea la indiferencia. La tibieza de una parte de la crítica y la complacencia de otra gran parte llevó a Pérez Reverte a la Academia; ¿hasta dónde llegarán los microrrelatistas?
12 Responses to "La tortuga celeste y el microrelato: ¿Oportet haereses esse?, y II"
11 de abril de 2009, 18:49
Creo que llegarán lejos, lamentablemente, porque sus velas tienen el tamaño y la orientación apropiadas para recoger estos vientos menguados que corren. Tú, con la honestidad intelectual que te caracteriza, no has querido entrar más que con insinuaciones tangeciales en el asunto de la recepción y el éxito del llamado microrrelato. Y ciertamente, parece que hacer juicios de intenciones desacredita la reflexión crítica, por muy bien armada y sensata que sea (en cambio, los que se encuentran en las microfilas no dudan en responder con acusaciones de fracaso, ignorancia o de -¡sapristi!- envidia).
Pero, ¿es que no resulta evidente que el único rasgo distintivo de este improbable género, es decir, su extensión, coincide exactamente con las dimensiones del talento y la perseverancia de los diletantes? Solo una cosa tienen en abundancia los diletantes: el número de los que componen su sindicato. Esa circunstancia es la que proporciona la cobertura idónea para convertir en categoría lo que son casos excepcionales de un género como el cuento. Huérfanos de cualquier instancia con fuerza preceptiva (ni la crítica, ni la academia, ni la poética), la simple divulgación y la presencia mediática parecen avales suficientes para dictaminar jerarquías y para sancionar la existencia de géneros, subgéneros o tendencias. Lamentablemente, quienes andan preocupados fundamentalmente por la literatura no suelen ser los más atentos y peritos en la creación de redes de difunsión y promoción. ¿Cuántos grandes poetas han sido presidentes de ateneo?
Y hay otra cosa que me gustaría plantear. Se suele esgrimir que el microrrelato por sus características (léase: por su extensión) es un reflejo de nuestro mundo acelerado, de nuestra cultura audiovisual a la que la literatura solo puede combatir en forma de fogonazos perturbadores. Pero este argumento, ¿no constituye un derrota anticipada? ¿No es un punto de partida menguado, acomplejado, como si la palabra, para conseguir su admisión, hubiera de presentarse mutilada y mostrando un vestuario reducido y ostentoso, como el de una prostituta modesta?
Un género literario es una creación cultural y, por lo tanto, es resultado de unas condiciones históricas. Pero me niego a asumir que en esa labor de modelado la literatura asuma un papel tan tristemente pasivo. Si eso siempre hubiera sido así la novela del XIX hubiera sido un simple entretenimiento de la burguesía ociosa y no lo que realmente es en sus mejores versiones: un reflejo incómodo, a veces inmisericorde, de esa misma burguesía.
Personalmente, este argumento me resulta el más pernicioso de los que pueden esgrimir los microrrelatistas porque, en el fondo, es una extensión del pragmatismo con el que el arte, y en general la cultura, debe rebozarse para que sean admitidos socialmente.
12 de abril de 2009, 12:52
La minificción comparte ese pesar con la poesía: cualquiera cree que puede escribirlos. Y gracias a Internet el mundo se inunda de supuestos microrrelatos y supuesta poesía. Al rato alguien dirá que la poesía no es literatura.
12 de abril de 2009, 14:28
René, aquí no ha dicho nadie que no sea literatura la minificción (término problemático donde los haya). Keternen ha intentado mostrar (con éxito, creo) que no existe un género llamado microrrelato, sino a lo sumo una variedad del cuento que se distingue de su matriz genérica por la extensión: ese mismo argumento, por el contrario, nos impide afirmar que el soneto sea género.
Lo que sí consideramos es que muchos de estos textos -la mayoría- que no son literatura encuentran cierta legitimazión social al guarecerse bajo el prestigio de un marbete de género que no es tal. Compara el microrrelato con el soneto: ¿no hay una diferencia abismal entre lo que se exige normalmente a un soneto para alcanzar la excelencia y lo que se le pide a un microrrelato? Imagínate que un escritor de sonetos alcance el aplauso solo por saber componer endecasílabos y construir cuartetos y tercetos. Algo así es lo que funciona en los niveles ínfimos pero mayoritarios de la teoría y práctica el microrrelato: un texto (a veces ni narrativo) con una resolución sorprendente es lo único que parece bastar para alcanzar el beneplácito de sus consumidores habituales.
Y por fin: muchas gracias por tu comentario, René. Nos hace ilusión que se encienda una luz del lado de allá. Vuelve cuando quieras.
13 de abril de 2009, 7:43
Doy gracias al Dios de Monterroso y su supuesto dinosaurio que sigue allí, el pobre, porque Cortazar o Borges u Onetti escribieran sus relatos con las dimensiones, en mi opinión, justas. Fácilmente podrían haberlos vomitado como 'microrrelatos'; les bastaban con dos cosas: ser perezosos y soltar la idea sin más. La 'idea sin más' -excelso concepto que utilizo yo sólo y otros bajo otros nombres-, sería (metáfora) el grano de arena, y el trabajo posterior del escritor, la perla. La perla puede salir arrugadilla, irregular, poco brillante, fea; o perfecta: es más mérito del escritor que la idea/grano de la que parte. Un grano es un grano, y un ladrillo, etc. Si yo escribo: "ayer hice una foto en el parque y me salió en ella un tío que no había antes o que yo no había visto" he escrito un grano de arena, si lo desarrollo con enorme talento escribo 'Las babas del diablo' de Cortazar. "En un pueblucho manchego un tío rentista se volvió loco de tanto leer tebeos y se vitió de superhéroe con mayas; se pegó una hostia con la moto contra una fábrica de harina en la curva a la salida del pueblo."
Fondo y forma sólo convencionalmente son separables; la forma de microrrelato en boga es, sin modas que valgan, la de ociosos sin talento. Y yo no estoy dispuesto a pasar toda una tarde leyendo arena de playa.
13 de abril de 2009, 7:55
Ah, la poesía. Es el género conciso y certero por excelencia, pero:
"En un viejo país ineficiente,
algo así como España"
Son dos versos sugerentes, pero no el poema de Vita Beata de Gil de Biedma.
El otro 'género' conciso por definición son las ecuaciones, pero
'Energía igual al cuadrado de la velocidad de la luz por la masa' no es la Teoría de la Relatividad, ni siquiera la fórmula de la equivalencia entre masa y energía. Einstein necesito 97 páginas más y otras tres ecuaciones.
13 de abril de 2009, 11:04
Stlánik, gracias por vigilar por mi sueño vacacional sin wifi con tu palabra precisa, capaz de convencerme de que esa mojigatería que a veces me afecta es fruto de la honestidad crítica. Pero lo cierto es que mi pueblo, según algunos, practica una suerte de eugenesia basada en el exterminio sistemático y controlado de una parte de la población. Mis paisanos son algo así como críticos literarios furibundos con carta blanca para ejercer su criterio. Keternen representa al espíritu del recién nacido, a quien las mujeres arrullan tiernamente, entretenidas y laboriosas, mientras los ranickis ejecutan su labor sin contemplaciones.
Es solo una leyenda.
13 de abril de 2009, 11:15
René, gracias por tu comentario.
No se debate aquí si la mala literatura es o no literatura. Ese tema es mucho más espinoso y tal vez debería haber insitido yo más en dejarlo claro.
Los dos últimos versos del poema de Kavafis que has colgado en tu blog no son un poema ni un microrrelato ni minificción. Son la hostia.
13 de abril de 2009, 11:42
Lansky, creo que has dado con una de las motivaciones principales de los microrrelatistas:la efectividad infalible del esbozo. Cualquier esbozo (de una idea, de una catedral o de Angelina Jolie) es válido per se. Además tiene la ventaja de que cuanto menos perfilado esté, más morbo acumula, más atractiva nos parecerá el futurible desarrollo. La imaginación, en este caso, favorece la bonhomía.
Como dice Víctor, es muy fácil atribuir el éxito del microrrelato a esta cultura nuestra en la que el hartazgo de información, el exceso de formación, las prisas, etc. (categorías apriorísticas interesadas, me parece) obligan al esbozo. Pero es que se olvida que existen desde hace tiempo obras literarias dignas, fórmulas expresivas y compositivas hermosas, y no cumshots ingeniosos, que consiguen expresar eso mismo.
El microrrelatista utiliza un discurso de segundo grado, como el solapista, como el crítico también, pero con las ínfulas (o ínsulas) del creador.
Creo que habéis echado al Hombre Menguante y yo lo echo de menos. Tenía nervio.
13 de abril de 2009, 12:17
¡Vuelve, menguado!, que te haremos crecer
15 de abril de 2009, 18:09
Buenas, malqueridos:
Vuelvo ahora profundamente maltratado por la inauguración de una muestra del pintor valenciano Alberto Corazón en el Museo de Bellas Artes de Capital Queloide. Menos mal que guardo vuestras pastillas para estas ocasiones.
Propongo, llenito de mala leche contra los burócratas del arte súbito, la creación de una asociación de damnificados violentos contra el mal del haiku, la pintura diplomática, la fotografía emocional, el poema de verano y el aquí te pillo, aquí te microrrelato.
Podríamos tener un contador, como en las campañas de UNESCO, que aterrorizara al público con la cantidad de cochambre que puede nacer en un minuto.
Lo que no se me ocurren son mejores armas que las palabras de Keternen.
Estoy en cada bala.
El siguiente post me lo guardo para la inauguración del viernes en el Hotel Continental. Algo tendremos que hacer un viernes para comer de bufé.
Abrazos desde el Río Rojo.
16 de abril de 2009, 9:42
A los místicos de los supitaño, querido hanoico, búscales un hotelito por el Río Rojo, de esos que disfrutaban los americanos que repatriaba Chuck Norris.
16 de abril de 2009, 14:15
El "Hanoi Hilton", como llamaban los pilotos americanos (entre ellos McKein, que fue rescatado con documentada ignominia mientras su B52 se hundía en pleno lago Chuc Bac) a la antigua cárcel de Hoa Lo... no iría mal. Todavía se conserva la guillotina empleada por los franceses, que vendría de maravilla para cortar en dieciseisavos esos talentos subitáneos de que hablas. Aunque mejor no dar ideas, que ya me veo con microrrelatos en los sobres de azúcar o en las cajas de cerillas. A cada talento, su formato.
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