Una combinación de azar y necesidad me ha permitido leer casi al mismo tiempo dos novelas con bastantes puntos de conexión, aunque también muy diferentes en aspectos importantes. El país del miedo y Derrumbe pertenecen a dos autores jóvenes –Isaac Rosa (1974) y Ricardo Menéndez Salmón (1971)- que comparten generación (además de editorial) y que al publicar nuevo libro afrontaban el complicado trance de confirmar la buena acogida que se dispensó a sus obras anteriores (tal era el caso de Rosa con El vano ayer y de Menéndez Salmón con La ofensa). En mi opinión ninguna de estas últimas entregas se sitúa en un peldaño superior a las anteriores, especialmente la de Menéndez Salmón, aunque sí reflejan una gran confianza en los caminos literarios que cada autor parece haberse trazado.
Pero el origen de estas líneas no son esas circunstancias accesorias, sino el hecho llamativo de que ambas se consagren a explorar literariamente el tema del miedo, y que lo hagan además bajo unas condiciones similares, dentro de las estéticas y propósitos bien diferentes de los dos autores. Antes de abordar esos vínculos, sin embargo, conviene hacer una rápida presentación de cada obra, sobre todo para que se puedan entender esas conexiones, que se tratarán en un post distinto. Además, el comentario individual se justifica per se por la calidad de ambas, que pueden incluirse entre las cinco mejores novelas españolas de 2008, si bien es cierto que no ha sido ésta una añada memorable.
En El vano ayer ya se advertía el interés de Isaac Rosa por convertir la estructura de sus novelas en el primer escaparate de sus planteamientos ideológicos. Sin entrar en muchas disquisiciones, se puede decir que Rosa no admite –de momento- la hegemonía del discurso narrativo de ficción, ni tampoco que se haga cargo de él una voz fiable que actúe como mediadora exclusiva entre los personajes y el lector. Por eso acude con insistencia a la alternancia entre la ficción y el documento, el relato y el análisis, así como a la convivencia de puntos de vista diferentes que obliguen constantemente al lector distanciarse para adoptar una posición crítica sobre lo que se cuenta: ahí radica, me parece, buena parte de su voluntad de acción política.Fiel a estos presupuestos, El país del miedo se organiza en dos claros bloques cuyos capítulos se van alternando en forma de riguroso contrapunto. Por un lado las secuencias estrictamente narrativas que cuentan la historia de un acoso escolar y las complicaciones que desencadenan en la familia de la víctima a causa de la gestión que hace de ese problema inicial el padre, un hombre débil y pusilánime esclavizado por el miedo. Por otro lado, las secuencias que exponen de forma pormenorizada y ordenada todos los miedos afectan a Carlos, el padre, y que en realidad constituyen un diagnóstico detallado de los temores que, hábilmente explotados por el poder económico y sus terminales mediáticas, configuran nuevas formas de sumisión. Cualquier lector puede reconocerse parcialmente a sí mismo o a sus congéneres en varios de esos miedos que convierten al protagonista en un pelele que, sin en algún momento sujetó débilmente las riendas de sus propia vida, es incapaz de retenerlas cuando se cruza ante él un pequeño matón especialmente insidioso.
Lo que resulta particularmente interesante de la novela de Rosa es la forma metódica, analítica y, de algún modo, implacable de afrontar este propósito. Toda la sección estrictamente narrativa, en la que se refiere el doble acoso (primero al hijo, luego al padre) y sus consecuencias, se articula como una fatal cadena en la que a una coacción sigue una reacción errónea de la víctima dictada por sus temores. Eso alienta al acosador, quien vuelve a la carga con exigencias cada vez mayores. Hacia la mitad del libro el lector tiene ya la certeza de que solo una decisión radical o un golpe de azar pueden interrumpir esa espiral de chantajes y concesiones, de violencia alimentada por la cobardía ajena. Por eso la narración va acumulando una cierta carga trágica que estalla –como era previsible- al final de la novela. Este desenlace (que procuro no desvelar a despecho de la claridad de lo que quiero exponer) constituye una suerte de catarsis por lo que tiene de acción liberadora para el protagonista, pero al mismo tiempo sitúa al lector en una posición moral incómoda, por no decir reprobable, al reconocer en sí mismo el mismo efecto lenitivo que proporciona la violencia liberadora en el protagonista. Por otra parte, el desenlace no resuelve realmente el problema de fondo, antes bien, sirve como acto fundacional de una nueva forma de coacción y sumisión para Carlos. Esta novela tiene algo de problema matemático: se puede resolver satisfactoriamente muchas veces, pero solo la primera genera verdadero placer. Podremos volver a enfrentarnos a ella, pero ya sabremos el resultado, de modo que la única gratificación que ya nos aguarda es constatar la perfecta coherencia y necesidad con que se organizan las operaciones para alcanzar una meta ya conocida. ¿Estoy sugiriendo que estamos ante una novela de tesis? Lo sugiero y lo afirmo. Pero matizo: la subordinación a una tesis no entraña aquí ese maniqueísmo moral que sí afecta a otros relatos de tesis. Es más, lo que la novela predica es, precisamente, que la identificación entre miedo, víctima e inocencia (y el de sus antagonistas: violencia, verdugo y maldad) es una falacia que deriva con facilidad hacia varios peligros. Entre ellos el de la sacralización de la víctima, a la que se le convence de su posición convaleciente y pasiva con el fin de que ceda a un tercero las operaciones destinadas a la protección y el resarcimiento. Esta dejación de la responsabilidad exime a la víctima de una acción que intuye violenta (Carlos, de hecho, es un ciudadano moderadamente comprometido con la izquierda, pacifista y solidario, además de consciente de lo irracional de sus temores), pero al mismo tiempo instaura una relación de servidumbre respecto al protector. De modo que la novela habla, en realidad, de los mecanismos que llevan a una persona a ceder parte de su libertad a favor de la seguridad.Lo mejor de esta novela es la perfecta adecuación de la peripecia y de sus personajes a la ilustración de esta idea. Lo peor de la novela es eso mismo, porque para que sea realmente eficaz hay que eliminar todo lo que pueda resultarle perturbador o accesorio. Principales perjudicados: los personajes, que aunque no se dibujan con los claroscuros del maniqueísmo son prácticamente estereotipos (el apocado niño víctima del acoso, el acosador amoral, el padre pusilánime que confía en cerrar los ojos para disipar la amenaza). También los espacios buscan deliberadamente la neutralidad arquetípica: una gran ciudad sin nombre; un típico barrio de extrarradio donde los movimientos inmobiliarios dictan la convivencia entre zonas nuevas de clase media y zonas antiguas donde campa la chusma aborigen; el centro comercial donde el ocio respetable encuentra su fortín y ciudadela.
Y luego están los capítulos impares, en los que el análisis prolijo de los miedos de Carlos apenas disimula su verdadera función de diagnóstico social, totalizador, con lo que la figura del padre asustado refuerza aún más su naturaleza de arquetipo y compendio de todos los temores posibles. Queda a criterio del lector interpretar que esa operación derive hacia la inverosimilitud (no es creíble que exista un tipo tan acojonado) o que se acepte como consecuencia natural de su condición de fábula didáctica (pues en una fábula la complejidad del personaje va en detrimento de su ejemplaridad). En todo caso, esta parte digresiva tiene una función normativa desde el punto de vista de la interpretación, de modo que al lector poco le resta por hacer más que admirar lo fielmente que se traducen esas digresiones en forma de peripecia y personajes.
Parecerá cínico que diga ahora que me ha gustado la novela. Me da igual. Isaac Rosa es un narrador con talento, con una visión de la realidad y de la literatura bastante clara (demasiado clara, dirán algunos: conforme). Lo que ocurre es que quizá esas condiciones merecen que se apliquen sobre un objeto menos modesto que este. Y también que el autor consienta en la plena manumisión de sus personajes. Un personaje libre es un loco descontrolado que te descabala cualquier lema o intención, por buenos que sean. Pero solo si actúa en libertad se fija en la memoria. Allí, como un parásito, aguarda la ocasión para dejar huellas más fecundas que cualquier consigna. Entre ellas la de la misma libertad desde la que opera.
[Lo de “rápida presentación” se quedó en agua de borrajas. Dejamos la novela de Menéndez Salmón para otro post. ¡Qué cortos son estos días siberianos!]
Literatura del miedo: "El país del miedo", de Isaac Rosa, y "Derrumbe", de Ricardo Menéndez Salmón (I)
Escrito el martes, 14 de abril de 2009 por J
2 Comentarios Etiquetas: Isaac Rosa, Menéndez Salmón, miedo, novela de tesis, novela española, novela política
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2 Responses to "Literatura del miedo: "El país del miedo", de Isaac Rosa, y "Derrumbe", de Ricardo Menéndez Salmón (I)"
20 de abril de 2009, 9:26
Supongo que cuando dices que es demasiado clara la visión de la realidad y la literatura de Rosa es por lo que la literatura tiene de indagación, de forma heterodoxa pero eficaz de conocimiento. Si no, pues no veo el problema.Haré un hueco para leerla.
20 de abril de 2009, 11:09
Quizá no me he expresado bien. Lo que intento decir es que tengo la impresión de que Rosa tiene una visión de la realidad perfectamente estructurada por un discurso ideológico que lo explica absolutamente todo. Esa seguridad sin dudas ni zonas oscuras no sé si es lo más conveniente para afrontar la creación literaria.
Veo que has vuelto de tu mutis. Ya sabrás que murió Ballard. Sentido pésame.
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