No hay dos sin tres (que se lo digan a Hegel), y menos si se ha venido prometiendo una tercera parte para este post en la que se que evalúe, al margen del análisis crítico individualizado, el interés común por el miedo que se manifiesta en Derrumbe y El país del miedo. Lo que viene ahora no aspira a formular ninguna generalización teórica ni tampoco, como sugería Keternen con no se sabe qué aviesas intenciones, pretende esbozar un canon o una poética de la narrativa por la que uno apuesta: eso se lo dejaremos a los teóricos del nocillismo, que tienen tan claro lo que debe ser la novela del siglo XXI que solamente ellos van a ser capaces de escribirla. Lo que viene ahora son algunas notas de lectura que, con suerte, pueden servir para detectar sintonías entre dos libros y dos autores muy diferentes, aunque inmersos inevitablemente en la sensibilidad y las preocupaciones propias de su tiempo.
El vínculo más evidente entre estas dos novelas es su asunto principal, que es el que nos trae aquí, pero lo que más llama la atención no es tanto el qué sino el cómo de ese núcleo temático. Lo relevante no es que ambas obras aborden la cuestión del miedo, sino que lo hagan de una forma inequívoca e intensiva, hasta el extremo de desterrar la posibilidad de cultivar otros asuntos distintos (El país del miedo) o bien reducirlos a una posición marginal y subsidiaria (Menéndez Salmón). El miedo es motor de la acción en ambas novelas, explica el comportamiento de los personajes y fija el clima moral en que se desenvuelven. Pero además es también objeto de reflexión y, por consiguiente, alimento de un discurso digresivo que tiene una presencia notable cuantitativa y cualitativamente (más, por supuesto, en la novela de Rosa; en Derrumbe la reflexión, repartida en el discurso del narrador y en el de los personajes, tiene una naturaleza más aforística que analítica). Esta última coincidencia es quizá la que me resulta más llamativa y supone además otra conexión entre dos propuestas literarias que no pueden ser más diferentes.
Se podría interpretar esta necesidad del excurso reflexivo a la luz de la tendencia actual a la ruptura de géneros y transferencias entre moldes discursivos, pero eso no haría justicia a dos libros que son, ante todo y fundamentalmente, dos claras apuestas por la ficción. Yo interpretaría más bien este rasgo común como una respuesta lógica a la necesidad de abordar el tema del miedo desde una perspectiva ontológica. Ese punto de vista es el que parece reclamar la visión del mundo del hombre occidental, ése que apenas es capaz de percibir los privilegios de su opulencia, entre los que figura en lugar destacado la protección de los peligros ancestrales (la lucha por la supervivencia, los desastres naturales, la enfermedad) que proporciona el Estado. En lugar de conquistar la tranquilidad, esa abundancia tiene el paradójico efecto de amplificar la sensación de peligro y de aumentar la susceptibilidad a toda clase de temores: la seguridad (entendida como una barrera externa) tiene el extraordinario efecto de anular el valor.
Los miedos, así pues, han cambiado para ampliar sus formas y extender su radio de acción. A este nuevo estado de cosas intenta dar nueva forma artística la literatura, pero también el cine, y no precisamente con el género de terror sino con filmes de calado político, como los de Michael Moore, en los que parece no bastar la ficción. La ficción oculta los miedos auténticos con terrores falsos que el pacto ficcional disipa finalmente. Por eso se acude a la forma de un documental sometido a la estructura de argumentación, y dirigido por una clara voluntad de incisión política.
El miedo rebasa así su naturaleza tradicional de pasión humana que la literatura ha utilizado normalmente de una forma un tanto vicaria. Si leemos, por ejemplo, los dos ensayos que dedica Montaigne al tema comprobaremos que el miedo es para él un sentimiento pasajero y puntual, capaz de nublar el juicio de una persona (acaso el peor de los estados para él) pero que en cualquier caso responde a una causa localizable y proporcionada: el temor a la muerte o al dolor, en el caso de los soldados, o el temor a fantasmas o visiones espantables (un miedo este último que él asigna a la plebe y que, por tanto, no considera digno de su atención). La reflexión sobre el miedo permite acercarse a la condición humana, porque es una manifestación de la misma al igual que su antagonista, el valor. Pero no se puede decir que para Montaigne ostente rango de atributo esencial o rasgo distintivo del ser humano, sino más bien el de un reflejo coyuntural de su naturaleza imperfecta y sus limitaciones.
En consonancia con esto, la literatura se ha limitado tradicionalmente a constatar la existencia del miedo, a indagar en sus causas e incluso a tratar de infundirlo de esa forma controlada y catártica que prevé cualquier arte. Pero lo que encuentro en estas dos novelas es otra cosa. La cobardía en la literatura épica concernía a un aspecto circunstancial del hombre (la guerra, el duelo singular, la lucha por el poder); las leyendas tradicionales de fantasmas y vestiglos (y toda la literatura de terror posterior) hablan del temor del hombre a lo desconocido, pero al hacerlo trazaban una línea divisoria que permitía acotar y controlar el terror.
Pero lo que se hace en El país del miedo y en Derrumbe es otra cosa, porque el miedo no es una circunstancia o una experiencia puntual, ni es algo que se puede superar o purgar. Sencillamente se trata de una coordenada en la que se mueve el hombre actual, tan profundamente implicada en su visión de la realidad, en sus emociones, en su actividad social o en sus convicciones como lo era la religión para el hombre medieval. El miedo no es algo coyuntural sino estructural, de forma que modela la existencia de los personajes de manera más o menos determinista, al tiempo que sirve para definirlos de forma integral, no transitoria o metonímica. Como propone un personaje de Derrumbe, recordando a Hobbes: “El día que vine al mundo mi madre parió dos gemelos (…): yo y mi miedo”.
Este miedo, incardinado genéticamente en el hombre, está presente en todas sus facetas y actividades. En la novela de Rosa se presenta un análisis devastador en lo que respecta a su proyección moral, social y económica. En la de Menéndez Salmón también se atiende a su incidencia ética, aunque lo que resulta más interesante es su presencia como forma de conocimiento, o mejor dicho, como perspectiva extraña desde la que contemplar la realidad bajo un prisma diferente, acaso revelador o liberador. Al recordar Mortenblau sus días con Mara piensa:
El miedo, la capacidad de infundirlo, había sido para ella un estímulo, un aliciente, una prueba en favor de su fortaleza. Porque el miedo era hechizante, embriagador, sugestivo. Un hombre que propiciaba el miedo con su simple presencia, como un sanador que curaba con el tacto de sus manos. [pág. 169]
Que estas dos novelas acepten la presencia y el poder del miedo, que generen un discurso literario coherente con ese papel no implica, sin embargo, que lo asuman dócilmente. En las dos hay un espíritu de resistencia que se hace visible de varias maneras. A mí la que más me interesa es la que afecta a los personajes y a su representación como enfermos. En un momento de Derrumbe, Valdivia acepta que “al fin, sin mistificaciones e imposturas, habitaban la simple infección del miedo”. No encuentro una imagen más perfecta de lo que significa en nuestro tiempo el miedo más que esta idea de la enfermedad. Una idea falsa se puede combatir con la razón y una injusticia con un acto justo. Pero para una enfermedad moral, ¿qué medicina puede serle eficaz? ¿Cómo convencer al paciente de que su inocencia no es absoluta, que aceptó y favoreció la presencia del íncubo, y que no sabría cómo vivir libre de su tutela?
Estas dos novelas nos ayudan a formular con claridad estas preguntas, y en ello cifran su poder como revulsivo moral. Aunque solo sea por eso, sus autores merecen que sigamos con atención sus pasos por el estrecho desfiladero de nuestra narrativa. Ahí estaremos.