Literatura del miedo (y III)

No hay dos sin tres (que se lo digan a Hegel), y menos si se ha venido prometiendo una tercera parte para este post en la que se que evalúe, al margen del análisis crítico individualizado, el interés común por el miedo que se manifiesta en Derrumbe y El país del miedo. Lo que viene ahora no aspira a formular ninguna generalización teórica ni tampoco, como sugería Keternen con no se sabe qué aviesas intenciones, pretende esbozar un canon o una poética de la narrativa por la que uno apuesta: eso se lo dejaremos a los teóricos del nocillismo, que tienen tan claro lo que debe ser la novela del siglo XXI que solamente ellos van a ser capaces de escribirla. Lo que viene ahora son algunas notas de lectura que, con suerte, pueden servir para detectar sintonías entre dos libros y dos autores muy diferentes, aunque inmersos inevitablemente en la sensibilidad y las preocupaciones propias de su tiempo.



El vínculo más evidente entre estas dos novelas es su asunto principal, que es el que nos trae aquí, pero lo que más llama la atención no es tanto el qué sino el cómo de ese núcleo temático. Lo relevante no es que ambas obras aborden la cuestión del miedo, sino que lo hagan de una forma inequívoca e intensiva, hasta el extremo de desterrar la posibilidad de cultivar otros asuntos distintos (El país del miedo) o bien reducirlos a una posición marginal y subsidiaria (Menéndez Salmón). El miedo es motor de la acción en ambas novelas, explica el comportamiento de los personajes y fija el clima moral en que se desenvuelven. Pero además es también objeto de reflexión y, por consiguiente, alimento de un discurso digresivo que tiene una presencia notable cuantitativa y cualitativamente (más, por supuesto, en la novela de Rosa; en Derrumbe la reflexión, repartida en el discurso del narrador y en el de los personajes, tiene una naturaleza más aforística que analítica). Esta última coincidencia es quizá la que me resulta más llamativa y supone además otra conexión entre dos propuestas literarias que no pueden ser más diferentes.
Se podría interpretar esta necesidad del excurso reflexivo a la luz de la tendencia actual a la ruptura de géneros y transferencias entre moldes discursivos, pero eso no haría justicia a dos libros que son, ante todo y fundamentalmente, dos claras apuestas por la ficción. Yo interpretaría más bien este rasgo común como una respuesta lógica a la necesidad de abordar el tema del miedo desde una perspectiva ontológica. Ese punto de vista es el que parece reclamar la visión del mundo del hombre occidental, ése que apenas es capaz de percibir los privilegios de su opulencia, entre los que figura en lugar destacado la protección de los peligros ancestrales (la lucha por la supervivencia, los desastres naturales, la enfermedad) que proporciona el Estado. En lugar de conquistar la tranquilidad, esa abundancia tiene el paradójico efecto de amplificar la sensación de peligro y de aumentar la susceptibilidad a toda clase de temores: la seguridad (entendida como una barrera externa) tiene el extraordinario efecto de anular el valor.



Los miedos, así pues, han cambiado para ampliar sus formas y extender su radio de acción. A este nuevo estado de cosas intenta dar nueva forma artística la literatura, pero también el cine, y no precisamente con el género de terror sino con filmes de calado político, como los de Michael Moore, en los que parece no bastar la ficción. La ficción oculta los miedos auténticos con terrores falsos que el pacto ficcional disipa finalmente. Por eso se acude a la forma de un documental sometido a la estructura de argumentación, y dirigido por una clara voluntad de incisión política.
El miedo rebasa así su naturaleza tradicional de pasión humana que la literatura ha utilizado normalmente de una forma un tanto vicaria. Si leemos, por ejemplo, los dos ensayos que dedica Montaigne al tema comprobaremos que el miedo es para él un sentimiento pasajero y puntual, capaz de nublar el juicio de una persona (acaso el peor de los estados para él) pero que en cualquier caso responde a una causa localizable y proporcionada: el temor a la muerte o al dolor, en el caso de los soldados, o el temor a fantasmas o visiones espantables (un miedo este último que él asigna a la plebe y que, por tanto, no considera digno de su atención). La reflexión sobre el miedo permite acercarse a la condición humana, porque es una manifestación de la misma al igual que su antagonista, el valor. Pero no se puede decir que para Montaigne ostente rango de atributo esencial o rasgo distintivo del ser humano, sino más bien el de un reflejo coyuntural de su naturaleza imperfecta y sus limitaciones.
En consonancia con esto, la literatura se ha limitado tradicionalmente a constatar la existencia del miedo, a indagar en sus causas e incluso a tratar de infundirlo de esa forma controlada y catártica que prevé cualquier arte. Pero lo que encuentro en estas dos novelas es otra cosa. La cobardía en la literatura épica concernía a un aspecto circunstancial del hombre (la guerra, el duelo singular, la lucha por el poder); las leyendas tradicionales de fantasmas y vestiglos (y toda la literatura de terror posterior) hablan del temor del hombre a lo desconocido, pero al hacerlo trazaban una línea divisoria que permitía acotar y controlar el terror.



Pero lo que se hace en El país del miedo y en Derrumbe es otra cosa, porque el miedo no es una circunstancia o una experiencia puntual, ni es algo que se puede superar o purgar. Sencillamente se trata de una coordenada en la que se mueve el hombre actual, tan profundamente implicada en su visión de la realidad, en sus emociones, en su actividad social o en sus convicciones como lo era la religión para el hombre medieval. El miedo no es algo coyuntural sino estructural, de forma que modela la existencia de los personajes de manera más o menos determinista, al tiempo que sirve para definirlos de forma integral, no transitoria o metonímica. Como propone un personaje de Derrumbe, recordando a Hobbes: “El día que vine al mundo mi madre parió dos gemelos (…): yo y mi miedo”.

Este miedo, incardinado genéticamente en el hombre, está presente en todas sus facetas y actividades. En la novela de Rosa se presenta un análisis devastador en lo que respecta a su proyección moral, social y económica. En la de Menéndez Salmón también se atiende a su incidencia ética, aunque lo que resulta más interesante es su presencia como forma de conocimiento, o mejor dicho, como perspectiva extraña desde la que contemplar la realidad bajo un prisma diferente, acaso revelador o liberador. Al recordar Mortenblau sus días con Mara piensa:

El miedo, la capacidad de infundirlo, había sido para ella un estímulo, un aliciente, una prueba en favor de su fortaleza. Porque el miedo era hechizante, embriagador, sugestivo. Un hombre que propiciaba el miedo con su simple presencia, como un sanador que curaba con el tacto de sus manos. [pág. 169]



Que estas dos novelas acepten la presencia y el poder del miedo, que generen un discurso literario coherente con ese papel no implica, sin embargo, que lo asuman dócilmente. En las dos hay un espíritu de resistencia que se hace visible de varias maneras. A mí la que más me interesa es la que afecta a los personajes y a su representación como enfermos. En un momento de Derrumbe, Valdivia acepta que “al fin, sin mistificaciones e imposturas, habitaban la simple infección del miedo”. No encuentro una imagen más perfecta de lo que significa en nuestro tiempo el miedo más que esta idea de la enfermedad. Una idea falsa se puede combatir con la razón y una injusticia con un acto justo. Pero para una enfermedad moral, ¿qué medicina puede serle eficaz? ¿Cómo convencer al paciente de que su inocencia no es absoluta, que aceptó y favoreció la presencia del íncubo, y que no sabría cómo vivir libre de su tutela?
Estas dos novelas nos ayudan a formular con claridad estas preguntas, y en ello cifran su poder como revulsivo moral. Aunque solo sea por eso, sus autores merecen que sigamos con atención sus pasos por el estrecho desfiladero de nuestra narrativa. Ahí estaremos.

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Literatura del miedo (II): "Derrumbe", de Ricardo Menéndez Salmón

Si la novela de Isaac Rosa limitaba su exploración del miedo al ámbito de quienes –en principio- figuran como sujeto pasivo, la de Menéndez Salmón intenta abarcar las dos orillas, la de quienes infunden el terror y quienes lo padecen, los verdugos y sus víctimas. De modo que la indagación sobre el miedo incluye otra sobre el mal, sobre sus vínculos, sus fronteras y sus transferencias.
Esta propuesta tiene una dimensión antropológica que trasciende la estricta actualidad del asunto sin anularla del todo. Es decir, que la novela nos habla sobre el mal, el dolor o el terror como categorías universales pero sin soltar amarras con su tiempo. Eso se hace posible mediante la práctica de una sutil distorsión del espacio narrativo para adquirir cierto aire de fábula. El resultado es la creación de un territorio imaginario, la ciudad de Promenadia, en el que se sintetizan estilizados referentes de un entorno cantábrico y los ingredientes de una prospección levemente futurista, como si se practicara una ciencia-ficción en la que se hacen efectivas realidades que, aunque inexistentes de momento, son posibles con los actuales medios tecnológicos.

Esta amalgama de propuestas e intereses hacen de Derrumbe una novela mucho más ambiciosa que la de Isaac Rosa. En contrapartida, la hace más susceptible de objeciones y reparos cuando se intenta evaluar el grado de consecución de estos propósitos. Las principales diferencias con El país del miedo tienen, no obstante, una naturaleza estética. Derrumbe profundiza en los principales rasgos distintivos de la narrativa de Menéndez Salmón, entre los que destacaría sobre todo dos. De un lado, un empleo intensivo y sabio de la elipsis, que descompone la narración y la presentación de los personajes en una sucesión de instantáneas cuya interrelación se establece en un plano más simbólico que estrictamente lógico o temporal. Por otra parte –y en estrecha conexión con ese discurso elíptico- hay que subrayar el especial manejo de la imagen poética, que trasciende el uso de simple recurso cosmético para desarrollar un papel fundamental en la construcción de los personajes, en el desarrollo de la acción y la interpretación del relato. Estoy pensando, por ejemplo, en la imagen del león que persigue al asesino Mortenblau y dicta el programa de su actividad sangrienta, pero también en el motivo recurrente de la máscara o la caperuza (¿esconden o hacen al verdugo?), o bien en la imagen del cuerpo humano, colosal y perfecta, que representa el parque temático de Corporama.
A diferencia de su celebrada novela anterior, La ofensa, ésta se presenta como una construcción abierta y, por así decirlo, dispersa. Ello se debe al intento de hacer convivir en un mismo recipiente dos historias distintas cuyos vínculos hay que buscarlos más en la continuidad de un espacio y de un clima moral que en explícitas relaciones argumentales. La primera de esas historias es la de un asesino en serie, Mortenblau, y la de su perseguidor, el policía Manila, que se desarrolla en la primera parte. En la segunda parte (que coincide cronológicamente con la primera casi en su totalidad) se cuenta la historia de unos jóvenes que deciden crear una célula terrorista –los Arrancadores- con el objeto de sembrar arbitrariamente el terror colectivo. Junto a esta línea argumental encontramos otras secuencias que se centran en Valdivia, padre de la novia de uno de los Arrancadores, que asiste pasivamente al extravío de su propia hija.

Hay, por último, una tercera parte en la que se intenta anudar y resolver las dos historias anteriores, aunque en mi opinión –y este puede ser el reparo más importante a la novela- ni una ni otra operación se verifican satisfactoriamente. La peripecia de Manila, que parecía zanjada al final de la primera parte (no quiero revelar nada importante) tiene ahora un epílogo cuando menos discutible con la reaparición de Mortenblau y el desenlace definitivo, que recuerda quizá excesivamente al de la película Seven. La historia de Valdivia tiene también una prolongación en la que se constata el distanciamiento definitivo de Vera, la hija, oscuramente seducida por el heroísmo negativo de los terroristas mártires. La verdad es que este remate presenta un aspecto residual en el conjunto, tal vez porque el conflicto que propone y las brumas que envuelven a Vera lo hacen más apropiado como arranque de un relato distinto que como final de éste.
Vista en su conjunto, Derrumbe puede parecer una novela fallida que no acaba de trenzar convincentemente sus distintas líneas argumentales (y el hecho de que lo intente mediante puntuales conexiones o coincidencias no hace más que subrayar esa carencia). Gana bastante, en cambio, cuando se separan sus principales constituyentes, cuando se leen independientemente sus partes o sus secuencias. La primera sección del libro, de hecho, justifica por sí misma toda su lectura, y constituye un ejemplo magistral de nouvelle que recuerda (por su calidad y por la depuración radical de su utillaje narrativo) a ciertas piezas de Luis Mateo Díez como El diablo meridiano.
Construido en forma de contrapunto, reducido a apenas un puñado de fogonazos que explotan la violencia, el miedo o la seducción del horror, el relato del asesino y su perseguidor trasciende ampliamente los tópicos de la intriga o el género de terror para abrir un espacio moralmente ambiguo. En ese espacio, la belleza se adueña del sufrimiento y el mal absoluto se deja seducir por la inocencia. Este territorio es el que explora con mayor solvencia Menéndez Salmón, aunque debe sortear los peligros del amaneramiento efectista que se hace presente en forma de imaginería morbosa, como sucede en la descripciones de los asesinatos (también sería el caso, ya en la tercera parte, de la escena de la proyección pornográfica en la que sorprende Valdivia a su hija, un anécdota prescindible demasiado cercana a los excesos bizarros de nuestro admirado David Lynch).


Además de lo que acabo de decir, Derrumbe presenta otro aspecto que me interesa bastante, y que a estas alturas me parece que se podría establecer ya como uno de los pilares de su literatura. Se trata de la búsqueda de un espacio en el que la indagación moral y la especulación más o menos abstracta encuentre un lugar natural en el espacio de la ficción, de modo que se integre en ella sin aspavientos forzados y sin provocar esa fractura entre discursos que da lugar al excurso digresivo. Creo que Menéndez Salmón ha encontrado el camino adecuado para afrontar ese propósito mediante la creación de relatos que rápidamente adquieren el aspecto de una fábula (incluso en historias tan referenciales como la de La ofensa) y personajes que, sin caer en el tópico, se muestran como arquetipos de valor universal. Los propios personajes son conscientes de este papel:

Valdivia recordó haber leído en una novela que en el interior de toda comunidad, por minúscula que fuera, sus miembros poseían caracteres míticos: El Feroz, el Magnánimo, El Sagaz, El Insobornable, El Lunático. Pensó entonces que quizá fuera ella, La Miedosa, quien mejor representaba en aquel trance el espíritu hegemónico de la época (pág. 124)
Quien lee Derrumbe tiene, efectivamente, la sensación de que se encuentra en un terreno cercano a lo mítico, con sus espacios despojados de identidad local, su imprecisión cronológica o su empleo de motivos simbólicos. Aunque a veces se deja seducir por la fácil solemnidad de los conceptos abstractos (véase la página 113 y las divagaciones sobre “la pureza de la nada”), Menéndez Salmón ha encontrado en esta forma de entender el relato una forma de expresión literaria personal y ambiciosa de la que caben esperar mejores pruebas. Allá lo veremos, dijo Agrajes.

[Queridos lectores: queda una tercera parte de este inacabable post. Intentaré que no sea onerosa, a pesar de las secuelas que me dejaron (a Keternen también) los Juegos Florales de Shakalin, en los que participamos en calidad de jurado la semana pasada]

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Literatura del miedo: "El país del miedo", de Isaac Rosa, y "Derrumbe", de Ricardo Menéndez Salmón (I)

Una combinación de azar y necesidad me ha permitido leer casi al mismo tiempo dos novelas con bastantes puntos de conexión, aunque también muy diferentes en aspectos importantes. El país del miedo y Derrumbe pertenecen a dos autores jóvenes –Isaac Rosa (1974) y Ricardo Menéndez Salmón (1971)- que comparten generación (además de editorial) y que al publicar nuevo libro afrontaban el complicado trance de confirmar la buena acogida que se dispensó a sus obras anteriores (tal era el caso de Rosa con El vano ayer y de Menéndez Salmón con La ofensa). En mi opinión ninguna de estas últimas entregas se sitúa en un peldaño superior a las anteriores, especialmente la de Menéndez Salmón, aunque sí reflejan una gran confianza en los caminos literarios que cada autor parece haberse trazado.
Pero el origen de estas líneas no son esas circunstancias accesorias, sino el hecho llamativo de que ambas se consagren a explorar literariamente el tema del miedo, y que lo hagan además bajo unas condiciones similares, dentro de las estéticas y propósitos bien diferentes de los dos autores. Antes de abordar esos vínculos, sin embargo, conviene hacer una rápida presentación de cada obra, sobre todo para que se puedan entender esas conexiones, que se tratarán en un post distinto. Además, el comentario individual se justifica per se por la calidad de ambas, que pueden incluirse entre las cinco mejores novelas españolas de 2008, si bien es cierto que no ha sido ésta una añada memorable.
En El vano ayer ya se advertía el interés de Isaac Rosa por convertir la estructura de sus novelas en el primer escaparate de sus planteamientos ideológicos. Sin entrar en muchas disquisiciones, se puede decir que Rosa no admite –de momento- la hegemonía del discurso narrativo de ficción, ni tampoco que se haga cargo de él una voz fiable que actúe como mediadora exclusiva entre los personajes y el lector. Por eso acude con insistencia a la alternancia entre la ficción y el documento, el relato y el análisis, así como a la convivencia de puntos de vista diferentes que obliguen constantemente al lector distanciarse para adoptar una posición crítica sobre lo que se cuenta: ahí radica, me parece, buena parte de su voluntad de acción política.
Fiel a estos presupuestos, El país del miedo se organiza en dos claros bloques cuyos capítulos se van alternando en forma de riguroso contrapunto. Por un lado las secuencias estrictamente narrativas que cuentan la historia de un acoso escolar y las complicaciones que desencadenan en la familia de la víctima a causa de la gestión que hace de ese problema inicial el padre, un hombre débil y pusilánime esclavizado por el miedo. Por otro lado, las secuencias que exponen de forma pormenorizada y ordenada todos los miedos afectan a Carlos, el padre, y que en realidad constituyen un diagnóstico detallado de los temores que, hábilmente explotados por el poder económico y sus terminales mediáticas, configuran nuevas formas de sumisión. Cualquier lector puede reconocerse parcialmente a sí mismo o a sus congéneres en varios de esos miedos que convierten al protagonista en un pelele que, sin en algún momento sujetó débilmente las riendas de sus propia vida, es incapaz de retenerlas cuando se cruza ante él un pequeño matón especialmente insidioso.
Lo que resulta particularmente interesante de la novela de Rosa es la forma metódica, analítica y, de algún modo, implacable de afrontar este propósito. Toda la sección estrictamente narrativa, en la que se refiere el doble acoso (primero al hijo, luego al padre) y sus consecuencias, se articula como una fatal cadena en la que a una coacción sigue una reacción errónea de la víctima dictada por sus temores. Eso alienta al acosador, quien vuelve a la carga con exigencias cada vez mayores. Hacia la mitad del libro el lector tiene ya la certeza de que solo una decisión radical o un golpe de azar pueden interrumpir esa espiral de chantajes y concesiones, de violencia alimentada por la cobardía ajena. Por eso la narración va acumulando una cierta carga trágica que estalla –como era previsible- al final de la novela. Este desenlace (que procuro no desvelar a despecho de la claridad de lo que quiero exponer) constituye una suerte de catarsis por lo que tiene de acción liberadora para el protagonista, pero al mismo tiempo sitúa al lector en una posición moral incómoda, por no decir reprobable, al reconocer en sí mismo el mismo efecto lenitivo que proporciona la violencia liberadora en el protagonista. Por otra parte, el desenlace no resuelve realmente el problema de fondo, antes bien, sirve como acto fundacional de una nueva forma de coacción y sumisión para Carlos.
Esta novela tiene algo de problema matemático: se puede resolver satisfactoriamente muchas veces, pero solo la primera genera verdadero placer. Podremos volver a enfrentarnos a ella, pero ya sabremos el resultado, de modo que la única gratificación que ya nos aguarda es constatar la perfecta coherencia y necesidad con que se organizan las operaciones para alcanzar una meta ya conocida. ¿Estoy sugiriendo que estamos ante una novela de tesis? Lo sugiero y lo afirmo. Pero matizo: la subordinación a una tesis no entraña aquí ese maniqueísmo moral que sí afecta a otros relatos de tesis. Es más, lo que la novela predica es, precisamente, que la identificación entre miedo, víctima e inocencia (y el de sus antagonistas: violencia, verdugo y maldad) es una falacia que deriva con facilidad hacia varios peligros. Entre ellos el de la sacralización de la víctima, a la que se le convence de su posición convaleciente y pasiva con el fin de que ceda a un tercero las operaciones destinadas a la protección y el resarcimiento. Esta dejación de la responsabilidad exime a la víctima de una acción que intuye violenta (Carlos, de hecho, es un ciudadano moderadamente comprometido con la izquierda, pacifista y solidario, además de consciente de lo irracional de sus temores), pero al mismo tiempo instaura una relación de servidumbre respecto al protector. De modo que la novela habla, en realidad, de los mecanismos que llevan a una persona a ceder parte de su libertad a favor de la seguridad.Lo mejor de esta novela es la perfecta adecuación de la peripecia y de sus personajes a la ilustración de esta idea. Lo peor de la novela es eso mismo, porque para que sea realmente eficaz hay que eliminar todo lo que pueda resultarle perturbador o accesorio. Principales perjudicados: los personajes, que aunque no se dibujan con los claroscuros del maniqueísmo son prácticamente estereotipos (el apocado niño víctima del acoso, el acosador amoral, el padre pusilánime que confía en cerrar los ojos para disipar la amenaza). También los espacios buscan deliberadamente la neutralidad arquetípica: una gran ciudad sin nombre; un típico barrio de extrarradio donde los movimientos inmobiliarios dictan la convivencia entre zonas nuevas de clase media y zonas antiguas donde campa la chusma aborigen; el centro comercial donde el ocio respetable encuentra su fortín y ciudadela.
Y luego están los capítulos impares, en los que el análisis prolijo de los miedos de Carlos apenas disimula su verdadera función de diagnóstico social, totalizador, con lo que la figura del padre asustado refuerza aún más su naturaleza de arquetipo y compendio de todos los temores posibles. Queda a criterio del lector interpretar que esa operación derive hacia la inverosimilitud (no es creíble que exista un tipo tan acojonado) o que se acepte como consecuencia natural de su condición de fábula didáctica (pues en una fábula la complejidad del personaje va en detrimento de su ejemplaridad). En todo caso, esta parte digresiva tiene una función normativa desde el punto de vista de la interpretación, de modo que al lector poco le resta por hacer más que admirar lo fielmente que se traducen esas digresiones en forma de peripecia y personajes.

Parecerá cínico que diga ahora que me ha gustado la novela. Me da igual. Isaac Rosa es un narrador con talento, con una visión de la realidad y de la literatura bastante clara (demasiado clara, dirán algunos: conforme). Lo que ocurre es que quizá esas condiciones merecen que se apliquen sobre un objeto menos modesto que este. Y también que el autor consienta en la plena manumisión de sus personajes. Un personaje libre es un loco descontrolado que te descabala cualquier lema o intención, por buenos que sean. Pero solo si actúa en libertad se fija en la memoria. Allí, como un parásito, aguarda la ocasión para dejar huellas más fecundas que cualquier consigna. Entre ellas la de la misma libertad desde la que opera.

[Lo de “rápida presentación” se quedó en agua de borrajas. Dejamos la novela de Menéndez Salmón para otro post. ¡Qué cortos son estos días siberianos!]

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La tortuga celeste y el microrelato: ¿Oportet haereses esse?, y II

Puede que el microrrelato no sea un género literario, se nos dirá, pero nadie duda de que es el producto estrella del escaparate narrativo actual, un artefacto que ve cómo su éxito crece de manera exponencial y cotiza ya en los parqués más prestigiosos. Parece oportuno y honesto, por tanto, preguntarse a qué se debe este hecho. Y es que puede que a la postre Andrés Ibáñez esté cegado, como sostienen algunos, por la impotencia y por la envidia: y si no, ¿por qué él mismo iba a escribir microrrelatos?
La literatura comparada es una disciplina que, como tal, ha dejado sus mejores frutos en el ámbito académico (Claudio Guillén o Harold Bloom podrían ser excepciones), aunque nadie duda de que toda literatura es comparada: ni lectores ni autores ni críticos ni editoriales escapan de los paradigmas, de los horizontes de expectativas, de un determinado canon, y para eso no hace falta estar afectado por la “ansiedad de la influencia” de Bloom. Sin embargo, desde la crítica inmediata parece haber un cierto complejo, que el contexto puede justificar en parte (la extensión del artículo, su público, etc.), por establecer comparaciones, quizás porque se presupone que el ejercicio de comparación lleva asociada una voluntad preceptiva, de canonización, de jerarquización. No quiero resultar pretencioso (me he tolerado ser aburrido), pero considero que en el asunto que nos ocupa resultaría más que revelador enfrentar diferentes especímenes de la presunta familia. Al fin y al cabo, la confusión entre unos textos y otros ha sido la maniobra más eficaz de los popes del microrrelato y también es el punto más débil (como es lógico) del artículo de Ibáñez.
Leamos estos dos textos (menos mal que no se debate aquí un protogénero como la hipernovela; todo se andará).
Texto 1

“Cuento de horror”
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

Texto 2
"Mi brazo fantasma"
Desde que perdí el brazo izquierdo en un accidente de moto su presencia es más real. Resentido con el mundo por su nueva condición de fantasma, mi brazo se ha vuelto retorcido y caprichoso: exige tocar la guitarra dos horas al día, hacerse un tatuaje de un Cristo yacente y golpear al guardia que nos multó; me amenaza con un dolor intenso si no secuestro a la vecina del quinto que tanto nos gusta.



El primer cuento, archicitado en los últimos tiempos (recuerdo que me lo descubrió hace ya unos cuantos años un gran novelista, lector de este blog, y desde entonces lo llevo en la memoria), es de Juan José Arreola. El segundo texto, de Óscar Sipán, no es tan conocido, pero los defensores del microrrelato, lectores y críticos, conocen al autor, lo admiran, sienten orgullo (sic) por su éxito y lo han defendido en más de una ocasión. He elegido una pieza suya que ha quedado finalista (el cuento de Arreola no ha recibido ningún premio que yo sepa) del segundo concurso de minificción “Márgenes” (en el blog de Antonio Serrano Cueto se habla de “premio de microrrelatos”; tampoco se comenta nada del nombre del concurso) y también he querido que la obra de menor extensión, para que no me llamen demagogo, fuera la que en mi opinión nada tiene que ver con la falacia del microrrelato. En cualquier caso, mi intención no es carear los dos textos para sopesar su calidad, que es evidente, sino para ver si surge algo parecido a una reacción química.


Ambos textos relatan la experiencia de una pérdida en la primera oración y describen después las intervenciones de esa carencia en la vida del narrador. Aunque el tema de las dos piezas es muy parecido, cada uno de los autores ha afrontado el elemento fantástico de modo diferente. En el texto de Arreola la metamorfosis de la mujer en fantasma se acepta de manera natural, gracias a la utilización de dos tiempos verbales distintos (dos aspectos, para ser más precisos: el perfecto simple y el imperfecto) que permiten una lectura realista o metafórica del hecho: amé a una mujer y, ahora que no la amo, para mí es (como) un fantasma. Por supuesto, cabe también una interpretación puramente fantástica, literal, de los hechos. En cualquier caso, ambas interpretaciones se complementan y se necesitan, como veremos. En el texto de Sipán, en cambio, sólo cabe admitir los hechos como se nos narran, lo que no significa que el autor haya renunciado a la verosimilitud. Pero, ¿en qué se fundamenta la verosimilitud del relato? ¿En una pérdida de juicio del narrador por los efectos del shock postraumático? No minusvaloremos tanto al escritor. El efecto de realismo se sustenta, como en otros textos del autor, en una verdad científica con tintes de leyenda urbana (las uñas y el pelo que crecen post mortem, etc.): las víctimas de una amputación sienten el miembro perdido durante un tiempo. No cabe duda de que también aquí podríamos hacer una lectura literal. Los dos textos han legitimado a su manera la presencia espectral. Sigamos.




El cuento de Arreola es coherente con su planteamiento. No renuncia a desarrollar el elemento fantástico: el fantasma tiene que aparecerse, para eso es un fantasma; pero tampoco se aprovecha la justificación previa para proyectar el foco de atención en ese ente tan atractivo. Más bien al contrario, Arreola sabe contrarrestar la fuerza de la imaginería fantasmagórica de la mejor manera posible: con una imagen potente y una gran precisión verbal. Yo soy un lugar, nos dice contundente el narrador. Y ningún lector dudará del acierto de esta metáfora, supongo. El pronombre personal comparece además al comienzo de la oración, para responsabilizarse del discurso (ya sé que en castellano es el orden oracional común pero también que en nuestra lengua no es imprescindible el sujeto explícito), para avalar los hechos; no se justifica, no se lamenta, la veracidad de lo que ocurre depende de su voz. El punto de vista sigue siendo el del narrador, lo apuntala el pronombre y una de las pocas seguridades del ser humano: la certificación física del yo (que se lo pregunten a mi tobillo). Por otra parte, “Yo soy”, en presente, equivale a decir “yo seré” (mientras que yo sea yo, claro) el lugar de sus apariciones. Ha habido un movimiento temporal (tres formas verbales) que se proyecta hacia la eternidad, y de ese hecho depende en gran medida el horror que produce el cuento. Por otro lado, el movimiento en el espacio apunta en la misma dirección: desde la imprecisión local del principio (la sensación de pérdida de la persona amada es muy similar, al menos al comienzo de la ruptura, a la muerte de alguien) hasta la garantía de hospitalidad duradera que ofrece el cuerpo del narrador. Es en él donde se celebran a la postre las segundas y definitivas nupcias, unas bodas macabras pero también fatalmente tiernas y hermosas -more quevediano- con las arras del terror.




Casi me lleva al sonrojo hacer un comentario tan superficial (los lectores de Arreola podrán aportar mucho sobre su concepción de la femineidad, por ejemplo) de este cuento, que por otra parte en los foros de microrrelatistas se arroja a la cara de los herejes sin que se explique su excelencia, pero sólo pretendo apuntar que el texto se puede explicar y entender sin recurrir a herramientas de análisis distintas a las que se utilizan en la exégesis de cualquier cuento. Su brevedad, y esto me parece lo más importante, la avala –como siempre ocurre en la mejor literatura– el propio texto; es decir, que lo que Arreola ha querido decir con la confesión del narrador no se podía decir de otro modo ni con más ni menos palabras. Pueden intentarlo.

Volvamos al texto de Sipán. Quedamos en que, como en el texto de Arreola, también se había legitimado, aunque por otros medios (una verdad científico-popular), la presencia espectral. Sin embargo, ya al comienzo de la segunda oración hay una diferencia que parece sutil pero que en mi opinión es muy relevante. Aquí sí se explicitan los motivos de la contumacia espectral. Y es este hecho el que provoca que la contundencia de la acción macabra del brazo haya que asumirla única y exclusivamente con las lentes de lo fantástico (el brazo, efectivamente, tiene vida propia) o bien con la lógica de la pedestre realidad (todo es invención de la mente perjudicada del amputado); en cualquier caso, se nos priva de la plurisignificación, de esa doble interpretación simultánea que, hasta el final, y precisamente tras él, conservaba el cuento de Arreola. A partir de ese punto (la justificación del brazo), el narrador de Óscar Sipán se tiene que limitar a hacer una relación de las requisitorias del miembro ausente. Es lógico, el foco se ha quedado iluminando el brazo y sus travesuras. Así que para mantener la tensión de la trama se elige una sucesión in crescendo de los hechos que demuestre el maquiavelismo del brazo: la molestia en el ejercicio rutinario de la práctica musical, la vergüenza por el tatuaje, cuyo simbolismo señala con la marca de la inmolación, el delito por la agresión a una autoridad civil y, finalmente, el secuestro (ya, podemos intuir que es metáfora del secuestro del hombre por el brazo), el pronombre personal de segunda persona del plural: brazo y hombre unidos en su desdicha, buscándose como coartadas. Un intento final algo patético, mediante el golpe de efecto que brinda la truculencia, de hacer convivir lo fantástico y lo real.




En mi opinión, Óscar Sipán no es tanto un diletante del microrrelato como un diletante de la literatura. Nadie duda de que el autor sabe manejar la tramoya que hay tras el pequeño escenario de ese presunto género (si me apuran, hasta admitiría que hay en su relato un recuerdo de Espronceda). Utiliza bien los trucos: favorece la complicidad del lector al comienzo, lo entretiene después y al final pretende dejarlo boquiabierto tras frustrar su horizonte de expectativas con una media verónica. Pero no se gira para mirar al lector, sino que le hace un desplante y mira al tendido. Y el toro manso humilla. El toro bravo, empero, se queda perplejo y espera a que el matador se dé la vuelta para preguntarle: ¿por qué este desplante, para qué tantos pases de castigo? Asumo la fatalidad y espero el desenlace trágico, pero ¿qué sentido tienen tus adornos? El miura no teme la crueldad, pero desprecia sus abalorios porque ningunean su tesón. El lector instruido resopla porque sabe que le han ofendido. Para demostrar el ingenio sobraban las horas de guitarra, el Cristo yacente, ese guardia que no se sabe si tiene que ver o no con el accidente (tampoco la duda aporta nada al texto). O bien no sobraban y podrían haberse desarrollado hasta el infinito (alguna incidencia en las prácticas onanistas del narrador, verbigracia). No puedo admitir que esto sea un microrrelato si ese género se fundamenta en la esencialidad. No es un cuento redondo. Me resulta imposible aceptar que esto sea literatura, porque el lenguaje literario no se engalana con festones; todos sus arreos han de ser estoques.

Pero insisto: no se trata de calidad, de acierto con la muleta. Se trata de que el texto de Arreola y el de Sipán son el resultado de actividades distintas, solo tangencialmente emparentadas, como un encierro y una corrida. Olvidemos ya la absurda alegoría taurina y volvamos a Ibáñez: un microrrelato (un verso) es un ladrillo, no una casa. El texto de Arreola es una casa (vuelvan a entrar). La literatura (el cuento, el minicuento, la novela, la hipernovela, la novela corta...) es vivienda (más o menos confortable o lujosa, no esa la cuestión). El texto de Sipán (un mensaje publicitario, un verso, un chiste...) es un ladrillo (llamen otra vez). En un ladrillo no se puede vivir. Lo máximo que han hecho los seres humanos para convertir un ladrillo en arte es utilizarlo para bailar encima de él un chotis. Y aún así no llega a ser una baldosa.




El microrrelato no es un género literario, no es literatura, decía Ibáñez. Yo no puedo contradecir a Andrés Ibáñez. Si se quiere llamar microrrelato a lo que hace Sipán, de acuerdo, pero entonces lo de Arreola (lo de Merino, lo del propio Andrés Ibáñez, etc.) tendría que llevar otro marbete. Mi opinión es que la pieza de Arreola sí podría pertenecer a un subgénero del cuento llamado minicuento, microcuento o hasta microrrelato. Los parientes de “El brazo fantasma”, como apuntaba un comentarista sagaz, sólo se diferencian de un eslogan publicitario en que pretenden ser literatura.

Y no estoy en contra de la experimentación, más bien al contrario, pero me molesta que me den gato por liebre. Acepto gustoso una espuma de lentejas, admito que es una comida, no me ofendería que le dieran el nombre de lentejas e incluso sería incapaz de afirmar que son peores (menos sanas) que las de mi suegra aunque no me gustaran tanto. Reconocería que el cocinero tiene el mismo derecho que mi suegra a llamarse así, por supuesto. Pero el pinche que sólo se dedica a hacer la espuma o el que aprovecha esa estructura para hacer piruletas deconstruidas, ¿es también un cocinero?




No tengo nada en contra de los microrrelatistas militantes (me basta con no leerlos); hasta los entiendo, porque yo mismo, con mi nefasto oído musical, tuve que resignarme, después de probar con todos los instrumentos musicales a mi alcance, a tocar el triángulo en el grupo del colegio; e incluso me ilusioné con que era un músico como otro cualquiera hasta que vi que yo solo no podía hacer conciertos (es solo una imagen, todos nos acordamos del colon musical de Cela). Lo que no puedo tolerar es la mistificación que practican los directores de orquesta. Empezando por la denominación del invento. Pongámosle, se dirían, un prefijo técnico: micro- y no mini-, para darle entidad científica (ese complejo de los hombres y mujeres de letras, esa añagaza para la autopromoción también). Pero no sigamos precisando: no lo llamemos cuento (aunque nos sirvamos de sus herramientas de análisis, de la morfología del cuento moderno y contemporáneo, de sus nobles propósitos, de lo mejor de su tradición), utilicemos el vago “relato” (¡cómo si a Merino le importara el nombre que se le diera al invento!). Digamos que Óscar Sipán ha quedado finalista de un premio de microrrelatos y no de uno de minificción. Hagamos microteoría (espuma teórica) con la que acomplejar a los críticos no iniciados (no interesados) y dejemos que el cristalino y monocorde sonido de los triángulos haga el resto.

A pesar de todo lo dicho, estoy convencido de que esta batalla está perdida. Lamento que la crítica partisana (la académica, excelsa, rumia y digiere, no tritura) no haya encontrado lugar o no haya querido encontrarlo para al menos plantear el debate (sin él ni siquiera el tiempo pondrá las cosas en su sitio). La crítica atenta parece ser definitivamente tarea de escritores (basta mirar las firmas de los suplementos culturales); pero hasta los más honestos y capaces, como Ibáñez, han de conformarse con hacer encaje de bolillos y confiar en que la mayor gratificación sea la indiferencia. La tibieza de una parte de la crítica y la complacencia de otra gran parte llevó a Pérez Reverte a la Academia; ¿hasta dónde llegarán los microrrelatistas?





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