Expulsados del jardín: "El regreso del soldado", de Rebecca West

La novela corta o nouvelle no es una modalidad narrativa que tenga mucho predicamento por estos pagos, a pesar del portentoso legado clásico de Cervantes y de toda la novela cortesana. Como ha sucedido con tantas cosas, la literatura española ha sido diestra en inventar géneros y tendencias para luego olvidarlas, abjurar de ellas y ceder su explotación a ingenios extranjeros con un gesto de vacua autosuficiencia. Aun así, es posible mencionar a algunos narradores actuales como Luis Mateo Díez, Antonio Orejudo o Luis Magrinyà que han sabido ver y explorar las posibilidades del género y han dado a luz algunas piezas tan memorables como postergadas por la crítica que todo lo ve.
En este blog tenemos géneros y subgéneros dilectísimos, otros que solo despiertan –por lo general- nuestra indiferencia, y algunos que nos parecen (salvo las excepciones de rigor) completamente abyectos. Entre los últimos figura el microrrelato. A los segundos pertenece, por ejemplo, la novela negra. La novela corta se encuentra, sin ninguna duda, en el grupo de nuestros amores literarios.
Entre las muchas razones que explican esta sintonía la que tiene más fuerza es que, por su propia naturaleza, la novela corta es un género refractario a los señuelos fáciles y seductores con que el ingenio puede disimular la esencia menesterosa de un relato. Una honestidad especialmente valiosa en estos tiempos donde resulta tan fácil brillar bajo el rebozo de toda suerte de imposturas.
La nouvelle resulta demasiado extensa como para que pueda sostenerse con los quiebros ingeniosos y sorpresivos de cierta forma de entender el cuento. Pero a la vez es demasiado breve como para permitirse concesiones a la distensión, pues su caudal menguado rechaza la incorporación de afluentes compensatorios. Todos los elementos del relato deben estar perfectamente calculados y dosificados, pero el dibujo de su trama y el de sus personajes no puede sustentarse en la elipsis y la sugerencia en el mismo grado que el cuento. Ese ejercicio de esencialidad sostenida es, me parece, el doble salto mortal en el que la novela corta encuentra sus virtudes, y los autores la piedra de toque para su talento.


Pero mejor que lanzarnos al abracadabra teórico, pongamos sobre la mesa una verdadera obra maestra del género, una maravilla desde el punto de vista técnico y una acabada propuesta literaria que encierra una visión del mundo muy completa, unos personajes extraordinariamente complejos y, por si esto fuera poco, una propuesta moral que trasciende la pura anécdota narrativa, así como el contexto social e histórico en que ésta se desenvuelve.
El regreso del soldado (1918) es quizá la obra más conocida de
Rebecca West (1892-1983), escritora y periodista inglesa poco conocida en nuestro país. Confiemos en que la arriesgada apuesta de la editorial Herce, junto con la perspicaz vindicación de algún crítico a quien todavía dejan ejercer como tal favorezcan la aparición de futuras traducciones de otras obras suyas.


La historia que cuenta El regreso del soldado puede despertar, a priori, los recelos de quienes sienten profunda aversión por el melodrama, como es el caso de un servidor. Dos mujeres de la alta sociedad inglesa, Kytty y Jenny, reciben en su lujosa mansión campestre la noticia de que Chris, esposo de la primera y primo de la segunda, se encuentra ingresado en un hospital francés. Estamos en la Gran Guerra del 14, y la explosión de un obús ha provocado una extraña amnesia que ha borrado los últimos quince años del soldado. No guarda recuerdo alguno de su mujer, y su devota prima, que es quien ejerce de narradora, sigue siendo para él una lejana chiquilla. Su último recuerdo previo al infierno de barro y alambradas es la tarde en que vio por última vez a Margaret, una joven de origen humilde de la que estuvo enamorado quince años atrás y que ahora, casada y desgastada por el trabajo y las estrecheces, se convierte en su único punto de referencia.

Con este planteamiento el relato se podría haber convertido en el fácil escenario de recriminaciones, declaraciones impetuosas y celos, con su inevitable guarnición lacrimosa. Pero nada más lejos de la realidad, porque West, que demuestra haber asimilado excepcionalmente la lección de Henry James, elige un punto de vista que evita sistemáticamente el sentimentalismo y la franca simpatía del lector con los protagonistas. Esto es posible por ser Jenny parte interesada en los sucesos (pues guarda un amor no confesado por su primo), pero sobre todo porque su presentación del conflicto mantiene un tono por lo general contenido, a veces incluso soberbio y cruel, como efecto de una exagerada altivez aristocrática con la que intenta cubrir el latido de la insatisfacción.
Quizá porque el lector es consciente de que la narradora no es imparcial, el clímax final de la novela alcanza un grado de emotividad poco frecuente, que no es tanto el resultado del sufrimiento de los protagonistas como de sus efectos en la mirada que lo recoge. Lo que cambia en la voz de Jenny es efecto de la compasión que genera la contemplación de un
sacrificio, pero también del reconocimiento de la superioridad moral de Margaret, que empequeñece y anula las reivindicaciones de la esposa y la prima. Todo el relato ha sido un alegato a favor del deber de la felicidad, sistemáticamente negado por las convenciones sociales, las responsabilidades familiares y, finalmente, por el horror de la guerra. La amnesia constituye una oportunidad de resarcimiento, pero su naturaleza azarosa e irracional impide que sea admitida como una verdadera solución puesto que sobre el deber de la felicidad ha de prevalecer el de la verdad:

¿Por qué me revelaron sus lágrimas –se pregunta Jenny- algo que aprendí hace tiempo pero que había olvidado en mi alocado amor, que existe una sequía que debemos padecer o de lo contrario no seremos completamente humanos? Sabía que uno debe conocer la verdad.

Esta dialéctica entre los sentimientos y una voluntad moral, entre la calidez de los afectos de unos amantes y la intemperie del exterior, se hace visible en los mismos constituyentes básicos de la narración, y por eso tal vez los raros casos de digresión explícita de la narradora, como la cita anterior, son especialmente llamativos. Entre los recursos manejados con mayor fortuna yo destacaría dos: el empleo de la elipsis y tratamiento del espacio.

Lo primero es la consecuencia de la perspectiva de la narradora, que solo nos puede ofrecer una visión limitada y parcial de la relación entre Chris y Margaret. Y sin embargo, esa aparente limitación tiene un portentoso poder de sugerencia, sobre todo porque consigue transmitir la naturaleza de jardín cerrado que tiene una relación amorosa, donde la complicidad levanta inocentemente unas verjas a través de las cuales el observador puede ver parte de la felicidad que protege, pero nunca conocerla del todo ni mucho menos participar de ella. En lo que Jenny no puede contar, en lo que intuimos que falsea y deforma en virtud de su infidencia narrativa es donde surge el drama, donde alcanza su estatura ética la pareja de los amantes, al tiempo que se revela la enorme fragilidad sentimental e indigencia ética de Jenny y Kitty.



El tratamiento del espacio, así como el de los distintos motivos que a lo largo de la historia van impregnándose de significados (como las ropas, los objetos decorativos), darían para varios post. La casa de Christopher, donde transcurre la mayor parte de la acción, va adquiriendo un simbolismo cada vez más rico y complejo conforme avanza el relato. La mansión constituye el enclave de la opulencia y de la distinción social, pero también, por ser en buena parte el resultado de la labor decorativa de Kitty, es un reflejo de su matrimonio: una mentira cuidadosamente urdida para retener al hombre, una apariencia bella y conveniente. Por eso, pese a su belleza, al final adquiere la condición de cárcel asfixiante. Esto explica que los exteriores sean el espacio de los amantes. La isla del Támesis donde se conocieron, la vasta finca de los Baldry son el lugar del paraíso porque allí no hay lugar para la simulación o el interés.

El final del relato alcanza así un poderoso valor simbólico. Desde la ventana de un malogrado cuarto infantil las dos mujeres de la casa, Kitty y Jenny, contemplan el verdadero regreso del soldado, que abandona el jardín para reincorporarse a la condena doméstica (tal vez al infierno de la guerra). Para curarse de la amnesia ha sido necesario sufrir la expulsión del paraíso.




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Por la nieve

No hay requisitorias civiles ni razones morales que justifiquen el nacimiento de este blog; ni siquiera contamos para su desarrollo con órbitas que avalen sus desplazamientos. De hecho, si se nos pidiera que certificásemos su talante, repetiríamos el alegato de Antonio (Antonio de la Torre) frente al tribunal que le dará la condicional en Azul oscuro casi negro:

Miren, yo les voy a decir todo lo que ustedes quieran oír para que me den la condicional. Eso está claro. Supongo que nadie es tan tonto como para no hacerlo. Más bien veo yo la cuestión de que ustedes crean o no en mis buenas intenciones. Y en ese sentido da igual que diga blanco o que diga negro. Es más un tema, lo veo yo, de lo que transmita cada uno. Así que si les parece me voy a quedar aquí callado, sentado un buen rato, que ustedes me miren el tiempo que necesiten oportuno, y bueno, vean si les transmito algo bueno…


(Minuto 5:50)



Esta bitácora no tiene más sentido que una romería. La meta es lo de menos, del santo y de su magnanimidad poco se espera, pero ya se sabe que la devoción, cuando se orea, lo que pierde en fe lo gana en canto. Asumimos que la literatura es ya un culto de catacumbas (¿para cuándo su eliminación definitiva del currículo de la enseñanza obligatoria?), así que escribimos –con Ferlosio– sólo por no callar. Y como abrigamos una devoción sin fe, despreciamos por igual el exhibicionismo y la fama (aunque tampoco vamos a escribir por la patilla, ayúdennos con los comentos, que todos conocemos las alternativas: inanes suplementos y revistas culturales, el bulto como criterio en las pilas de los más vendidos, los premios nacionales, las recomendaciones de La ventana y hasta las de El gato gourmet, el programa de Dragó…; bueno, también están los blogs de los nocilleros, el de Juan Cruz…).




Hemos decidido confiar nuestro rumbo –más por pereza que por sensibilidad poética– a la intuición de las derivas, y preferimos dedicarnos al esfuerzo inútil –blanco sobre blanco– del extravío por la nieve, lo que no significa, ni mucho menos, que vayamos a entregarnos, sin más ni más, al frívolo descarrío. Lamentablemente tenemos buena vista y es hecho probado que para ejercer la deconstrucción y la crítica en tiempo real, para aplicar los hallazgos de la física cuántica a la diégesis narrativa o sopesar el influjo cultural de las púas de Espinete en la puntuación de los jóvenes novelistas se exigen gafas de pasta. De igual manera, cedemos con agrado los derechos del fogonazo de ingenio literario (en adelante, cumshot discursivo) a esa fértil generación de escritores formados en talleres narrativos y amamantados por las ingentes ubres de los blogs ( como los dedicados, verbigracia, al microrrelato), una promoción ilusionada que, con el criterio de un buscapiés, tantea lo que viene siendo el arte sin abrazarlo nunca, rígido y alto el codo, como embarcada sin saberlo en la nave loca de un vals desenfrenado, centrípeto y centrífugo al mismo tiempo.
De lo dicho podrá inferirse que nuestros pseudónimos son pruebas de pudor y no certificados de cobardía; preferimos caminar por la nieve sin hollar el hielo ni mancillar la estepa, cual pubescentes que retribuyen su cuerpo con su cuerpo sin dejar aún rastros de nadie. Por eso, y para evitar confusiones, comenzaremos de nuevo. Sirva el siguiente cuento de Shalámov (un post espera ansioso la publicación del segundo volumen de los Relatos de Kolimá) como texto iniciático y muestra de criterio (sí, también somos pretenciosos, ¿y qué?):







Por la nieve


¿Cómo se abre camino en la nieve virgen? Un hombre echa a andar, suda y blasfema, avanza sin apenas poder mover los pies, hundiéndose a cada instante en la esponjosa y profunda nieve. El hombre se marcha lejos, marcando su camino con irregulares hoyos negros. Se cansa, se acuesta en la nieve, enciende un pitillo, y el humo de la majorka se extiende en un nube azulada sobre la nieve blanca y brillante. El hombre ya se ha marchado lejos, pero la nube sigue suspendida en el lugar en que se había detenido a descansar: el aire es casi inmóvil. Los caminos se abren siempre en los días de calma, para que los vientos no barran los trabajos de los hombres. El hombre se marca sus propios puntos de orientación en la infinitud nevada: una roca, un árbol alto. El hombre guía su propio cuerpo por la nieve del mismo modo que un timonel dirige la barca por el río de un saliente a otro.
Tras el angosto e inseguro rastro trazado se mueven cinco o seis hombres pegados el uno al otro, hombro con hombro. Pisan junto a la huella, pero no en ella. Al llegar a un lugar señalado de antemano regresan, y de nuevo caminan de manera que se aplaste la virgen superficie nevada, el espacio aún no hollado por pie humano alguno.
El camino está abierto. Por él puede ir gente, convoyes de trineos, tractores.
Si se sigue tras los pasos del primer hombre, huella a huella, se formará un sendero visible pero difícilmente transitable y estrecho: una trocha y no un camino, lleno de hoyos por los cuales es más difícil de avanzar que por la nieve virgen.
El trabajo más duro es para el primero, y cuando a este se le agotan las fuerzas, lo reemplaza otro, de aquel mismo quinteto de cabeza. De entre los que siguen los pasos del primero, cada uno de ellos, incluso el más pequeño, el más débil, debe pisar un pedazo del manto nevado y no alguna otra huella.
Y sobre los tractores y a caballo no viajan los escritores, sino los lectores.

V. Shalámov, Relatos de Kolimá. Volumen I, Barcelona, Minúscula, 2007, pp. 7-8.

Ya está prensada la nieve del camino, el humo de las majorkas señala el destino. Os aguardamos, tártaros.

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